quinta-feira, 26 de fevereiro de 2009

I DOMINGO DE CUARESMA, "B" (TEXTO E REFLECÇÃO DE DON ANGEL MORENO DE BUENAFONTE DE SISTAL)

El Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por el Satanás (Mc 1, 12).

Con muy pocas palabras, el Evangelio de este primer domingo de Cuaresma nos ofrece el marco en el que se desarrolla la existencia humana, el desierto y la tentación.

Jesús, que ha asumido enteramente nuestra naturaleza, poseía el Espíritu, quien lo empuja al desierto por una cuarentena de días. Nos extraña la expresión un tanto violenta con la que se describe el motivo de la marcha al lugar de la tentación. Hay opciones que no gustan, pero se deben asumir, si se demuestra que es el Espíritu el que mueve a llevarlas a término.

La estancia prolongada de Jesús en el yermo -cuarenta días-, nos revela que la vida es una constante experiencia de tentación, mientras dura la travesía, que es la historia de cada uno, hasta llegar a la tierra de la promesa, anticipada con la celebración de la Pascua.

La convivencia de Jesús con los animales y alimañas nos hace evocar a Noé, cuando superó la prueba del diluvio metido en el arca con todos los animales. Pero si en el caso del Antiguo Testamento perecen todos y sólo se salva un justo, San Pedro afirma que “Cristo murió por todos una vez para siempre, el inocente por los culpables” (1 Pe 3, 18). En nuestro desierto y combate no estamos exentos de ayuda.

A nosotros, el Espíritu nos empuja a la conversión, que debe ir unida a la súplica: “Señor enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad” (Sal 24). Tenemos la promesa de la salvación, la señal del pacto, la palabra dada por parte de Dios. San Pedro interpreta estos signos como profecía del bautismo.

La victoria llegará con la resurrección de Jesucristo, meta cuaresmal, anticipo de nuestro destino. Mientras tanto, el testimonio del combate de Jesús nos debe estimular a no dejarnos dominar por el Tentador, aunque no podamos evitar sus insinuaciones. Siempre contamos con la lealtad divina, que enviará, si es preciso, a sus ángeles.

¿Te resistes a ir al desierto? ¿Eres víctima del Malo? En lo recio del combate, ¿acudes a la oración? Mira a Jesucristo.

quarta-feira, 25 de fevereiro de 2009

BENJAMIN CONSTANT


1
Pontificia Universidad Católica de Chile.
Facultad de Historia, Geografía y Ciencia Política.
Formación para la apropiación curricular a profesores de Historia y Ciencias Sociales:
Ciudadanía.
Revista de Estudios Públicos N° 59, invierno de 1995.
Benjamin Constant (autor)
Oscar Godoy (recopilador)
(Sólo para Fines Académicos)
DISCURSO SOBRE LA LIBERTAD DE LOS ANTIGUOS COMPARADA CON LA DE LOS
MODERNOS
Señores,
Me propongo exponerles algunas distinciones, aún bastante nuevas, entre dos tipos de libertad, cuyas
diferencias han permanecido hasta hoy inadvertidas, o al menos demasiado poco observadas. Una es la
libertad cuyo ejercicio era tan caro a los más antiguos; la otra, cuyo disfrute es particularmente
precioso a las naciones modernas. Esta investigación será interesante, si no me equivoco, bajo un doble
aspecto.
Primeramente, la confusión de estas dos especies de libertad ha sido entre nosotros, durante épocas
demasiado célebres de nuestra revolución, la causa de muchos males.
Francia se ha visto cansada de los ensayos inútiles con que sus autores, irritados por su poco éxito, han
intentado constreñirla del bien que no deseaba y le han disputado el bien que sí quería.
En segundo lugar, invitados por nuestra feliz revolución (la llamo feliz, a pesar de sus excesos, porque
fijo mis observaciones sobre sus resultados), a disfrutar de los beneficios de un gobierno representativo,
es curioso y útil investigar por qué ese gobierno, el único dentro del cual podíamos hoy día encontrar
alguna libertad y algún reposo, ha sido casi enteramente desconocido por las naciones libres de la
antigüedad. Sé que se ha pretendido desentrañar sus huellas en algunos pueblos antiguos, por ejemplo
en la república de Lacedemonia y entre nuestros antepasados los galos, pero es erróneo.
El gobierno de Lacedemonia era una aristocracia monacal, y en ningún caso un gobierno
representativo. El poder de los reyes era limitado, pero lo estaba por los éforos y no por hombres
investidos de una misión semejante la que la elección confiere en nuestros días a los defensores de
nuestras libertades. Los éforos, sin duda después de haber sido instituidos
por los reyes, eran nombrados por el pueblo. Pero sólo eran cinco. Su autoridad era tanto religiosa
como política; tenían una parte en la administración, en el gobierno, es decir, en el poder ejecutivo; y
por ahí, su prerrogativa, como la de casi todos los magistrados populares en las antiguas repúblicas,
lejos de ser simplemente una barrera contra la tiranía, se convertía a veces en una tiranía insoportable.
El régimen de los galos, que se parecía bastante al que un cierto partido quisiera darnos, era a la vez
teocrático y guerrero.
Los sacerdotes disfrutaban de un poder sin límites. La clase militar o la nobleza poseía privilegios muy
insolentes y muy opresores. El pueblo no tenía derechos ni garantías. En Roma, los tribunales tenían,
hasta cierto punto, una misión representativa. Eran los órganos de esos plebeyos que la oligarquía (que
en todos los siglos es la misma) había sometido, derrocando a los reyes, a una muy dura esclavitud. El
pueblo ejercía sin embargo, directamente, una gran parte de los derechos políticos. Se reunía en esa
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asamblea para votar las leyes, para juzgar a los patricios acusados; no había pues en Roma más que
débiles vestigios del sistema representativo.
Ese sistema representativo es un descubrimiento de los modernos y veréis, señores, que el estado de la
especie humana en la antigüedad no permitía introducir o establecer allí una constitución de esta
naturaleza. Los antiguos pueblos no podrían ni sentir su necesidad ni apreciar sus ventajas. Su
organización social les conducía a desear una libertad completamente diferente de la que ese sistema
nos asegura. A demostrar esta verdad a vosotros está consagrada la lectura de esta tarde.
Preguntaros en primer lugar, señores, lo que hoy un inglés, un francés, un habitante de los Estados
Unidos de América, entienden por la palabra libertad. Para cada uno es el derecho a no estar sometido
sino a las leyes, de no poder ser detenido, ni condenado a muerte, ni maltratado de ningún modo, por el
efecto de la voluntad arbitraria de uno o varios individuos.
Es para cada uno el derecho de dar su opinión, de escoger su industria y de ejercerla; de disponer de su
propiedad, de abusar de ella incluso; de ir y venir, si requerir permiso y si dar cuenta de sus motivos o
de sus gestiones. Para cada uno es el derecho de reunirse con otros individuos, sea para dialogar sobre
sus intereses, sea para profesar el culto que él y sus asociados prefieren, sea simplemente para colmar
sus días y sus horas de un modo más conforme a sus inclinaciones, a sus fantasías. Finalmente, es el
derecho, de cada uno, de influir sobre la administración del gobierno, sea por el nombramiento de todos
o de algunos funcionarios, sea a través de representaciones, peticiones, demandas que la autoridad está
más o menos obligada a tomar en consideración. Comparad ahora esta libertad con la de los antiguos.
Esta consistía en ejercer colectiva pero directamente varios aspectos incluidos en la soberanía: deliberar
en la plaza pública sobre la guerra y la paz, celebrar alianzas con los extranjeros, votar las leyes,
pronunciar sentencias, controlar la gestión de los magistrados, hacerles comparecer delante de todo el
pueblo, acusarles, condenarles o absolverles; al mismo tiempo que los antiguos llamaban libertad a
todo esto, además admitían como compatible con esta libertad colectiva, la sujeción completa del
individuo a la autoridad del conjunto.
No encontraréis entre ellos ninguno de los goces que como vimos forman parte de la libertad de los
modernos. Todas las acciones privadas estaban sometidas a una severa vigilancia. Nada se abandonaba
a la independencia individual, ni en relación con las opiniones, ni con la industria ni sobre todo en
relación con la religión. La facultad de escoger el culto, facultad que observamos como uno de nuestros
más preciosos derechos, habría parecido a los antiguos un crimen y un sacrilegio. En las cosas que nos
parecen más fútiles, la autoridad del cuerpo social se interponía y se entorpecía la voluntad de los
individuos. Terpadro no pudo añadir ni una cuerda a su lira sin que los éforos se ofendieran.
Aun en las relaciones más domésticas, la autoridad intervenía. El joven lacedemonio no podía
libremente visitar a su joven mujer. En Roma, los censores dirigían un ojo incisivo al interior de las
familias. Las leyes regulan las costumbres y como las costumbres sostienen todo, no había nada que las
leyes no regulasen. Así, entre los antiguos, el individuo habitualmente casi soberano en los asuntos
públicos, era esclavo en todas sus relaciones privadas. Como ciudadano, decidía sobre la paz y la
guerra, como particular estaba limitado, observado, reprimido en todos sus movimientos; como parte
del cuerpo colectivo, interrogaba, destituía, condenaba, despojaba, exiliaba, atacaba a muerte a sus
magistrados o a sus superiores; como sometido al cuerpo colectivo, podía ser, a su vez, privado de su
estado, sus dignidades, desterrado a muerte, por la voluntad discrecional del conjunto del que formaba
parte. Entre los modernos, al contrario, el individuo, independiente en la vida privada, es, aun en los
Estados más libres, sólo soberano en apariencia.
Su soberanía está restringida, casi siempre suspendida; y si en momentos determinados, pero escasos,
ejerce esta soberanía, rodeado de precauciones y trabas, siempre termina por abdicar de ella.
Debo aquí, señores, detenerme un instante para prevenir una objeción que se me podría hacer. Hay en
la antigüedad una república donde la servidumbre de la existencia individual al cuerpo colectivo no es
tan completa como lo he descrito. Esta república es la más célebre de todas; adivináis que quiero hablar
de Atenas. Volveré sobre ello más adelante, y conviniendo con la realidad del hecho, les expondré las
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causas. Veremos por qué de todos los Estados antiguos, Atenas es el que más se ha asemejado a los
modernos. En todas partes la jurisdicción social era ilimitada. Los antiguos, como dice Condorcet, no
tenían ninguna noción de los derechos individuales.
Los hombres no eran, por decirlo así, sino máquinas cuyos resortes y engranajes eran regulados por la
ley. La misma sujeción caracterizaba los hermosos siglos de la república romana; el individuo, de algún
modo, se había perdido en la nación, el ciudadano en la ciudad.
Ahora vamos a remontarnos a la fuente de esta diferencia esencial entre los antiguos y nosotros.
Todas las antiguas repúblicas estaban encerradas en límites estrechos. La más poblada, la más
poderosa, la más considerable de entre ellas no era igual en extensión al más pequeño de los Estados
modernos. Como consecuencia inevitable de su poca extensión, el espíritu de esas repúblicas era
belicoso, cada pueblo ofendía continuamente a sus vecinos o era ofendido por ellos. Empujados así por
la necesidad, los unos contra los otros, se combatían o amenazaban sin cesar. Los que no quería ser
conquistadores no podían dejar las armas bajo pena de ser conquistados. Todos compraban su
seguridad, su independencia, su existencia entera, al precio de la guerra.
Ella era el constante interés, la ocupación casi habitual de los Estados libres de la antigüedad.
Finalmente, y por un resultado necesario de esta manera de ser, todos esos Estados tenían esclavos. Las
profesiones mecánicas, e incluso en algunas naciones las profesiones industriales, estaban confiadas a
manos cargadas de grilletes.
El mundo moderno nos ofrece un espectáculo completamente opuesto. Los Estados menores de
nuestros días so incomparablemente más vastos de lo que fue Esparta o de lo que fue Roma durante
cinco siglos. La división misma de Europa en varios Estados, gracias al progreso de las luces es menos
real que aparente. Mientras que en otro tiempo cada pueblo formaba una familia aislada, enemiga
ancestral de las otras familias, ahora existe una masa de hombres bajo diferentes nombres y diversos
modos de organización social, pero homogénea en su naturaleza. Ella es bastante fuerte para no tener
nada que temer de las hordas bárbaras. Es lo bastante lúcida como para que la guerra le sea una carga.
Su tendencia uniforme es hacia la paz.
Esta diferencia trae otra. La guerra es anterior al comercio; pues la guerra y el comercio no son sino dos
medios diferentes de alcanzar la misma finalidad: el de poseer lo que se desea. El comercio no es sino
un homenaje ofrecido a la fuerza del poseedor por el aspirante a la posesión. Es una tentativa para
obtener paso a paso lo que no espera más que conquistar por
la violencia. Un hombre que siempre fuera el más fuerte, no tendría jamás la idea del comercio. La
experiencia le demuestra que la guerra, es decir, el empleo de su fuerza contra la fuerza del prójimo, lo
expone a diversas resistencias y a diversos fracasos, y lo lleva a recurrir al comercio, es decir, a un
medio más suave y más seguro de comprometer el interés de otro a consentir lo que conviene a su
interés. La guerra es el impulso, el comercio es el cálculo. Pero por la misma debe venir una época en
que el comercio reemplace a la guerra.
Hemos llegado a esa época.
No quiero decir que no la haya habido entre los antiguos pueblos comerciantes. Pero esos pueblos han
constituido en cierto modo la excepción de la regla general. Los límites de una lectura no me permiten
indicarles todos los obstáculos que se oponían entonces al progreso del comercio; vosotros los conocéis
de hecho mejor que yo; sólo añadiré uno más. La ignorancia de la brújula forzaba al máximo a los
marinos de la antigüedad a no perder de vista las costas. Atravesar las columnas de Hércules, es decir,
pasar el estrecho de Gibraltar, era considerado como la empresa más audaz.
Los fenicios y los cartagineses, los más hábiles navegantes, no osaron hacerlo sino mucho más tarde y
su ejemplo permaneció largo tiempo sin ser imitado. En Atenas, de la que hablaremos pronto, el interés
marítimo era de alrededor del sesenta por ciento, mientras que el interés ordinario no era sino del doce,
a tal punto la navegación remota implicaba riesgos.
Señores, si además pudiese entregarme a una digresión que desgraciadamente sería demasiado larga,
les mostraría a través del detalle de las costumbres, hábitos, modos de traficar de los pueblos
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comerciantes de la antigüedad con los otros pueblos, que su comercio mismo estaba, por así decir,
impregnado del espíritu de la época, de la atmósfera de guerra y hostilidad que les rodeaba. El
comercio era entonces un feliz accidente, actualmente es el estado ordinario, el fin único, la tendencia
universal, la verdadera vida de las naciones. Ellas desean el reposo; con el reposo, la holgura; y como
fuente de la holgura, la industria. La guerra es cada día un medio más ineficaz para satisfacer sus
deseos. La guerra ya no ofrece ni a los individuos, ni a las naciones, beneficios que igualen los
resultados del trabajo apacible y el de los intercambios regulares. Entre los antiguos, una guerra exitosa
aportaba a la riqueza pública e individuos, con esclavos, tributos y reparto de territorios. Entre los
modernos, una guerra afortunada cuesta infaliblemente más de lo que ella vale.
En una palabra, gracias al comercio, a la religión, a los progresos intelectuales y morales de la especie
humana, o hay más esclavos en las naciones europeas. Hombres libres deben ejercer todas las
profesiones y proveer a todas las necesidades de la sociedad. Se percibe claramente, señores, el
resultado necesario de estas diferencias.
Primeramente, la extensión de un país disminuye en relación con la importancia política que le toca
compartir a cada individuo. El más oscuro republicano de Roma y Esparta era una potencia. No sucede
lo mismo con el simple ciudadano de Gran Bretaña o de los Estados Unidos. Su influencia personal es
un elemento imperceptible de la voluntad social que imprime su dirección al gobierno.
En segundo lugar, la abolición de la esclavitud ha privado a la población libre de todo aquel ocio que
disfrutaba cuando los esclavos hacían la mayor parte del trabajo productivo. Sin la población esclava de
Atenas, veinte mil atenienses no habrían podido deliberar cotidianamente en la plaza pública.
En tercer lugar, el comercio no deja, como la guerra, intervalos de inactividad en la vida del hombre. El
perpetuo ejercicio de los derechos políticos, la discusión diaria de los asuntos de Estado, los
conciliábulos, todo el cortejo y todo el movimiento de las facciones, agitaciones necesarias, obligado
relleno, si oso emplear ese término, en la vida de los pueblos libres de la antigüedad, que habrían
languidecido sin este recurso bajo el peso de una inacción dolorosa, no ofrecerían sino turbación y
cansancio a las naciones modernas, donde cada individuo ocupado de sus negocios y empresas, de los
goces que obtiene o espera, no quiere ser distraído sino momentáneamente y lo menos posible. El
comercio inspira a los hombres un vivo amor por la independencia individual. El comercio subviene
sus necesidades, satisface sus deseos, sin la intervención de la autoridad. Esta intervención es casi
siempre, y no sé por qué digo casi, un desarreglo y una molestia. Siempre que el poder colectivo quiere
involucrarse en las especulaciones particulares, veja a los especuladores. Siempre que los gobiernos
pretenden realizar nuestros asuntos, ellos lo hacen peor y más dispendiosamente que nosotros.
Les he dicho, señores, que les hablaré de Atenas, a la cual se podría oponer el ejemplo de algunas de
mis aserciones y cuyo ejemplo, por el contrario, las va a confirmar todas. Atenas, como ya lo he
admitido, era de todas las repúblicas la más comerciante; también acordaba a sus ciudadanos
infinitamente más libertad individual que Roma y Esparta. Si yo pudiera entrar en detalles históricos,
les haría ver que el comercio había hecho desaparecer entre los atenienses varias de las diferencias que
distinguen a los pueblos antiguos de los pueblos modernos. El espíritu de los comerciantes de Atenas
era similar al de los comerciantes de nuestros días. Xenofón nos cuenta que, durante la guerra del
Peloponeso, ellos sacaban sus capitales continentales de Atica y los enviaban a las islas del
Archipiélago. El comercio había creado entre ellos la circulación. Observamos en Isócrates huellas del
uso de las letras de cambio. También observad cuánto se parecen sus costumbres a las nuestras. En sus
relaciones con las mujeres, veréis (cito aún a Xenofón) que los esposos satisfechos cuando la paz y una
amistad decente reinan al interior de la pareja, tienen en cuenta la fragilidad de la esposa causada por la
tiranía de la naturaleza, cierran los ojos al irresistible poder de las pasiones, perdonan la primera
debilidad y olvidan la segunda. En sus relaciones con los extranjeros, se les verá prodigar los derechos
de ciudadanía a cualquiera, trasladándose entre ellos con su familia, estableciendo un oficio o una
fábrica; por último, impactará su excesivo amor por la independencia individual. En Lacedemonia, dice
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un filósofo, los ciudadanos corren cuando un magistrado los llama; pero un ateniense estaría
desesperado de que se le creyera dependiente de un magistrado.
Sin embargo, también en Atenas existían otras circunstancias que incidían sobre el carácter de las
naciones antiguas; había una población esclava y el territorio era muy pequeño, y por todo ello
encontramos allí vestigios de la libertad propia de los antiguos. El pueblo hace las leyes, examina la
conducta de los magistrados, conmina a Pericles a rendir cuentas, condena a muerte a todos los
generales que habían dirigido el combate de las Arginusas. Al mismo tiempo el ostracismo,
arbitrariedad legal y vanagloriada por todos los legisladores de la época, el ostracismo, que nos parecía
y debe parecernos una indignante iniquidad, prueba que el individuo estaba aún mucho más avasallado
por la supremacía del cuerpo social en Atenas que hoy en ningún Estado libre de Europa. Se deduce de
lo que vengo de exponer que ya no podemos disfrutar de la libertad de los antiguos, que consistía en la
participación activa y constante en el poder colectivo.
Nuestra propia libertad debe consistir en el goce apacible de la independencia privada. En la
antigüedad, la parte que cada uno tomaba de la soberanía nacional no era, en absoluto, una suposición
abstracta. La voluntad de cada uno tenía una influencia; el ejercicio de esta voluntad era un placer vivo
y respetado. En consecuencia, los antiguos estaban dispuestos a hacer muchos sacrificios para
conservar sus derechos políticos y su parte en la administración del Estado. Cada uno, sintiendo con
orgullo cuánto valía su sufragio, hallaba en esta conciencia de su importancia personal una amplia
compensación.
Este resarcimiento no existe hoy para nosotros. Perdido en la multitud, el individuo no percibe casi
nunca la influencia que él ejerce. Jamás su voluntad se marca sobre el conjunto; nada constata su
cooperación ante sus propios ojos. Así pues, el ejercicio de los derechos políticos no nos ofrece sino
una parte de los goces que los antiguos encontraban en ellos, y al mismo tiempo los progresos de la
civilización, la tendencia comercial de la época, la comunicación de los pueblos entre sí, han
multiplicado y variado hasta el infinito los medios de felicidad particular.
Resulta de ello que debemos estar mucho más ligados que los antiguos a nuestra independencia
individual. Pues los antiguos, cuando sacrificaban esta independencia a los derechos políticos,
sacrificaban menos para obtener más; mientras que haciendo el mismo sacrificio nosotros daríamos
más para obtener menos.
La finalidad de los antiguos era compartir el poder social entre todos los ciudadanos de una misma
patria. Estaba ahí lo que ellos llamaban libertad. La finalidad de los modernos es la seguridad de los
goces privados; y ellos llamaba libertad a las garantías acordadas a esos goces por las instituciones.
He dicho al comenzar que, por no haber percibido esas diferencias, hombres bien intencionados, de
hecho, habían causado infinitos males durante nuestra larga y tormentosa revolución. Dios no permita
que yo les dirija reproches demasiado severos: su error, incluso, era excusable. No sabríamos leer las
bellas páginas de la antigüedad, ni recordar las acciones de los grandes hombres sin experimentar no sé
qué emoción de un tipo particular, que nada de lo que es moderno nos hace sentir. Los viejos elementos
por así decir, de una naturaleza anterior a la nuestra, parecen despertarse en nosotros con esos
recuerdos. Es difícil no echar de menos esos tiempos donde las facultades del hombre se desarrollaban
en una dirección trazada de antemano, pero con un horizonte tan vasto, fortalecido por sus propias
fuerzas y con tal sentimiento de energía y dignidad, que cuando uno se entrega a estas nostalgias, es
imposible no querer imitar lo que se echa de menos.
Esta impresión era profunda, sobre todo cuando vivíamos bajo gobiernos abusivos, los que sin ser
fuertes eran vejatorios, absurdos por sus principios, miserables por sus acciones; gobiernos que tenían
por resorte la arbitrariedad y por finalidad el empequeñecimiento de la especie humana, y que ciertos
hombres osan todavía vanagloriarnos hoy día, como si pudiéramos olvidar alguna vez que hemos sido
testimonios y víctimas de su obstinación, de su impotencia y de su derrocamiento. La finalidad de
nuestros reformadores fue noble y generosa. ¿Quién de nosotros no ha sentido latir su corazón de
esperanza a la entrada del camino que ellos querían abrir? ¡Y desgracia hoy, en el presente, a quien no
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sienta la necesidad de declarar que reconocer algunos errores cometidos por nuestros primeros guías no
es mancillar su memoria ni repudiar opiniones que los amigos de la humanidad han profesado de
generación en generación!
Pero esos hombres habían tomado varias de sus teorías de las obras de dos filósofos que no cuestionan
los cambios acontecidos por disposiciones del género humano. Yo, quizás, examinaría una vez más el
sistema de J. J. Rousseau, el más ilustre de esos filósofos, y mostraría que transportando a nuestros
tiempos modernos una ampliación del poder social, de la soberanía colectiva que pertenecía a otros
siglos, ese genio sublime a quien animaba el más puro amor por la libertad, ha proporcionado no
obstante funestos pretextos a más de un tipo de tiranía. Sin duda, al revelar lo que yo considero como
un error importante, sería circunspecto en mi refutación y respetuoso en mi reprobación. Evitaría, sin
duda, unirme a los detractores de un gran hombre. Cuando el azar hace que coincida con ellos sobre un
único punto, desconfío de mí mismo; y para consolarme de parecer por un instante de su misma
opinión sobre una cuestión única y parcial, necesito repudiar y condenar e lo que de mí depende a esos
pretendidos auxiliares.
Si embargo, el interés por la verdad debe primar sobre consideraciones que vuelven tan potentes el
brillo de un talento prodigioso y la autoridad de un inmenso prestigio. No es de hecho a Rousseau,
como se verá, a quien debemos atribuir principalmente el error que voy a combatir; pertenece más bien
a uno de sus sucesores, menos elocuente pero no menos austero y mil veces más exagerado. Este
último, el abate de Mably, puede ser considerado como el representante del sistema que, conforme a las
máximas de la libertad antigua, quiere que los ciudadanos estén completamente sometidos para que la
nación sea soberana, y que el individuo sea esclavo para que el pueblo sea libre. El abate de Mably
había confundido, como Rousseau y como muchos otros, siguiendo a los antiguos, la autoridad del
cuerpo social con la libertad, y todos los medios le parecían buenos para extender la acción de esta
autoridad sobre esta parte recalcitrante de la existencia humana de la cual él deplora la independencia.
El disgusto que expresa en todas sus obras es que la ley no pueda alcanzar más que a las acciones.
Habría querido que la autoridad del cuerpo social persiguiese al hombre sin descanso y sin dejarle un
asilo donde pudiese escapar de su poder. Apenas percibía, en cualquier pueblo, una medida vejatoria, él
pensaba haber hecho un descubrimiento que proponía como modelo; detestaba la libertad individual
como se detesta a un enemigo personal; y en cuanto
encontraba en la historia una nación que estaba completamente privada de ella, no podía impedirse de
admirarla. Se extasiaba con los egipcios, porque, decía, todo en ellos era regulado por la ley, hasta las
distracciones, hasta las necesidades; todo se doblegaba bajo el imperio del legislador; todos los
momentos de la jornada estaban ocupados por algún deber. Incluso el amor estaba sujeto a esta
intervención respetada, y era la ley la que abría y cerraba el lecho nupcial. Esparta, que unía la forma
republicana y la servidumbre de los individuos, excitaba en el espíritu de este filósofo un entusiasmo
más vivo aún.
Aquel vasto convento le parecía el ideal de una perfecta república. Sentía hacia Atenas un profundo
desprecio y gustosamente habría dicho de esta nación, la primera de Grecia, lo que un académico y
gran señor decía de la Academia Francesa: “¡Qué espantoso despotismo! Todo el mundo hace allí lo
que quiere.” Debo agregar que ese gran señor hablaba de la Academia tal como ella era hace treinta
años. Montesquieu, dotado de un espíritu más observador porque había tenido una cabeza menos
ardiente, no cayó exactamente en los mismos errores. El quedó impactado por las diferencias que he
referido, pero no ha discernido la verdadera causa. “Los políticos griegos –dice– que vivían bajo el
gobierno popular, no reconocían otra fuerza que la de la virtud. Los de hoy día no nos hablan más que
de manufactura, comercio, finanzas, riquezas e incluso de lujo.” Montesquieu atribuye esta diferencia a
la república y a la monarquía; pero hay que atribuirla al espíritu diferente de los tiempos antiguos y de
los tiempos modernos. Ciudadanos de las repúblicas, súbditos de monarquías, todos quieren goces y
nadie puede, en el estado actual de las sociedades, no desearlo. El pueblo más sujeto actualmente a su
libertad, antes de la liberación de Francia, era también el pueblo más ligado a todos los disfrutes de la
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vida, y cuidaba su libertad, sobre todo porque veía en ella la garantía de los goces que él amaba. En
otro tiempo, cuando había libertad, se podían soportar las privaciones; ahora en todas partes donde hay
privación, es necesaria la esclavitud para resignarse a ella.
Hoy día sería más fácil hacer de un pueblo de esclavos un pueblo de espartanos, que formar espartanos
para la libertad. Los hombres que se vieron arrastrados por la oleada de sucesos a la cabeza de nuestra
revolución, estaban imbuidos por las opiniones antiguas y ya falsas que habían honrado los filósofos de
los que he hablado, como consecuencia necesaria de la educación que habían recibido.
La metafísica de Rousseau, en medio de la cual aparecen de golpe, como relámpagos, verdades
sublimes y pasajes de una elocuencia arrasadora; la austeridad de Mably, su intolerancia, su odio contra
todas las pasiones humanas, su avidez por sojuzgarlas todas, sus principios exagerados sobre la
competencia de la ley, la diferencia de lo que él recomendaba y de lo que había existido, sus
declaraciones contra las riquezas y aun contra la propiedad, todas esas cosas debían fascinar a hombres
inflamados por una reciente victoria, y quienes, conquistadores del poder legal, estaban muy dispuestos
a extender este poder sobre todas las cosas. Para ellos era una autoridad preciosa la de dos escritores,
quienes, desinteresados en el asunto, y pronunciando anatema contra el despotismo de los hombres,
habían redactado en axiomas los textos de la ley. Quisieron, así pues, ejercer la
fuerza pública, como habían aprendido de sus guías que antaño ella habría sido ejercida en los Estados
libres. Creyeron que todo debía ceder ante la voluntad colectiva y que todas las restricciones a los
derechos individuales serían ampliamente compensadas por la participación en el poder social.
Sabéis, señores, lo que de ello resultó. Instituciones libres, apoyadas sobre el conocimiento del espíritu
del siglo, habrían podido subsistir. El renovado edificio de los antiguos se derrumbó, a pesar de muchos
esfuerzos y muchos actos heroicos que merecen toda la admiración.
Es que el poder social hería en todo sentido la independencia individual sin destituir de él la necesidad.
La nación no encontraba que una parte ideal de una soberanía abstracta valiera los sacrificios que se le
pedía. Se le repetía inútilmente con Rousseau que las leyes de la libertad son mil veces más austeras
que duro el yugo de los tiranos. Ella no quería esas leyes austeras y, en ese hastío, creía a veces que
sería preferible el yugo de los tiranos. Llegó la experiencia y la desengañó. Vio que la arbitrariedad de
los hombres era peor aún que las malas leyes. Pero las leyes deben tener sus límites.
Si he logrado, señores, haceros compartir la opinión que, en mi convicción, esos hechos deben
producir, reconoceréis conmigo la verdad de los siguientes principios. La independencia individual es
la primera de las necesidades modernas.
En consecuencia, jamás hay que pedir su sacrificio para establecer la libertad política. Se deduce que
ninguna de las numerosas y alabadas instituciones que en las repúblicas antiguas perturbaban la libertad
individual, es admisible e los tiempos modernos.
Esta verdad, señores, a primera vista parece superflua de establecer.
Algunos gobernantes de hoy no parecen en nada inclinados a imitar las repúblicas de la antigüedad. No
obstante por muy poco gusto que ellos tengan por las instituciones republicanas, hay ciertas costumbres
republicanas por las que ellos experimentan no sé qué afecto. Es molesto que esos sean precisamente
los que se permiten rechazar, exiliar, despojar. Recuerdo que en 1802 se deslizó en una ley sobre los
tribunales especiales un artículo que introducía en Francia el ostracismo griego; ¡y sabe Dios cuántos
elocuentes oradores, para hacer admitir este artículo que sin embargo fue retirado, nos hablaron de
libertad, de Atenas y de todos los sacrificios que los individuos debían hacer para conservar esta
libertad! Lo mismo que en una época más o menos reciente, cuando autoridades temerosas intentaron
con mano tímida dirigir las elecciones a su voluntad, un periódico, que no obstante no es tachado de
republicanismo, propuso hacer revivir la censura romana para apartar a los candidatos peligrosos.
Así pues, no creo empeñarme en una digresión inútil, si para apoyar mi aserción digo algunas palabras
sobre esas dos instituciones tan alabadas.
El ostracismo de Atenas reposaba sobre la hipótesis de que la sociedad tiene total autoridad sobre sus
miembros. Esta hipótesis podía justificarse en un pequeño Estado, donde la influencia de un individuo,
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basada en su crédito, clientela y gloria, compensa a menudo el poder del pueblo; allí el ostracismo
podría tener una apariencia de utilidad. Pero, entre nosotros, los individuos tienen derechos que la
sociedad debe respetar, y la influencia individual está tan perdida en una multitud de influencias,
iguales o superiores, que toda vejación, motivada por la necesidad de disminuir esta influencia, es inútil
y por consecuencia injusta. Nadie tiene derecho a exiliar un ciudadano si no es condenado por un
tribunal regular, según una ley formal que liga la pena del exilio a la acción de la que él es culpable.
Nadie tiene derecho de arrancar al ciudadano de su patria; el propietario tiene sus
tierras, el negociante su comercio, el esposo su esposa, el padre sus hijos, el escritor sus meditaciones
estudiosas, el viejo sus costumbres. Todo exilio político es un atentado político. Todo exilio
pronunciado por una asamblea a causa de pretendidos motivos de salvación pública, es un crimen de
esta asamblea contra el bien público, que no existe jamás sino en el respeto de las leyes, en el
acatamiento de las formas y en la conservación de las garantías. La censura romana suponía, como el
ostracismo, un poder discrecional.
En una república en la que todos los ciudadanos, mantenidos por la pobreza en una simplicidad
extrema de costumbres, habitaban la misma ciudad, no ejercían ninguna profesión que desviara su
atención de los asuntos de Estado, y se hallaban así constantemente espectadores y jueces del uso del
poder público. La censura, de un lado, podía tener más influencia, y del otro, la arbitrariedad de los
censores estaba contenida por una especie de vigilancia moral ejercida contra ellos. Pero tan pronto
como la extensión de
la república, la complicación de las relaciones sociales y los refinamientos de la civilización hubieran
quitado a esta institución lo que servía a la vez de base y de límite, la censura degeneró incluso en
Roma. Así pues, no era entonces la censura la que había creado las buenas costumbres, era la
simplicidad de las costumbres lo que constituía la potencia y la eficacia de la censura.
En Francia, una institución tan arbitraria como la censura sería a la vez ineficaz e intolerable. En el
presente estado de la sociedad, las costumbres se componen de finas sutilezas ondulantes, inasibles,
que se desnaturalizarían de mil maneras si se intentara darles más precisión. Unicamente la opinión
puede herirles, sólo ella puede juzgarlas, porque es de igual naturaleza.
Ella se sublevaría contra toda autoridad positiva que quisiera darle mayor precisión. Si el gobierno de
un pueblo quisiera, como los censores de Roma, censurar a un ciudadano con una decisión discrecional,
la nación entera reclamaría contra este fallo no ratificando las decisiones de la autoridad.
Lo que vengo de decir sobre el trasplante de la censura en los tiempos modernos se aplica a muchas
otras zonas de la organización social, en las que se nos cita la antigüedad aún más frecuentemente y
con mucho más énfasis. Tal como la educación, por ejemplo, cuando se nos dice que hemos de permitir
que el gobierno se apodere de las generaciones nacientes para formarlas a su voluntad. ¿Y cuántas
alusiones eruditas apoyan esta teoría? ¡Los persas, los egipcios, Grecia e Italia vienen a figurar por
turno en nuestros registros! ¡Eh!, señores, no somos ni persas sometidos a un déspota, ni egipcios
subyugados por sacerdotes, ni galos pudiendo ser sacrificados por sus druidas, ni finalmente griegos y
romanos cuya parte en la autoridad social consolidaba la servidumbre privada. Somos modernos que
queremos disfrutar cada uno de nuestros derechos; desarrollar cada una nuestras facultades como mejor
nos parece, sin perjudicar al prójimo; velar por el desarrollo de esas facultades en los hijos que la
naturaleza confíe a nuestro afecto, que será tanto más ilustrada cuanto más viva, sin necesidad de
ninguna autoridad si no es para conseguir de ella los medios generales de instrucción que puede
proporcionarnos, como los viajeros aceptan la autoridad
vial, sin ser por ello dirigidos en el camino que quieren seguir. La religión también está expuesta a
estos recuerdos de otros siglos. Valientes defensores de la unidad de doctrina nos citan las leyes de los
antiguos contra los dioses extranjeros y apoyan los derechos de la Iglesia católica con el ejemplo de los
atenienses, que hicieron perecer a Sócrates por haber quebrantado el politeísmo, y el de Augusto, que
quería permanecer fiel al culto de sus padres, lo que hizo que poco después se entregara a los primeros
cristianos a las bestias.
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Desconfiemos, señores, de esta admiración por ciertas reminiscencias antiguas. Puesto que vivimos en
los tiempos modernos, deseo la libertad conveniente a los tiempos modernos; y puesto que vivimos
bajo monarquías, suplico humildemente a esas monarquías no pedir prestado a las repúblicas antiguas
medios para oprimirnos. La libertad individual, repito, he ahí la verdadera libertad moderna. La libertad
política es por consecuencia indispensable. Pero pedir a los pueblos actuales sacrificar, como los de
antaño, la totalidad de su libertad individual a su libertad política, es el medio seguro de separarles de
una de ellas; y cuando eso se haya conseguido, no se tardará en arrebatarles la otra.
Veis, señores, que mis observaciones no tienden en absoluto a disminuir el precio de la libertad
política. Yo no deduzco en nada de los hechos que he puesto ante vuestros ojos las consecuencias que
algunos hombres sacan de ello. Del hecho que los antiguos hayan estado libres, y que nosotros no
podamos ser libres como los antiguos, ellos concluyen que estamos destinados a ser esclavos. Quisieran
constituir el nuevo estado social con un pequeño número de elementos de los que ellos dicen ser los
únicos dueños en la actual situación del mundo. Esos elementos son los prejuicios para espantar a los
hombres, el egoísmo para corromperlos, la frivolidad para aturdirles, los placeres groseros para
degradarles, el despotismo para dirigirles; y, para servir más hábilmente al despotismo, son muy
necesarios los conocimientos positivos y las ciencias exactas. Sería extraño que tal fuera el resultado
de cuarenta siglos durante los cuales el espíritu humano ha conquistado tantos medios morales y
físicos, yo no lo puedo imaginar.
Concluyo de las diferencias que nos distinguen de la antigüedad consecuencias completamente
opuestas. No es en absoluto la garantía lo que hay que abolir, es el goce lo que hay que extender. No es
la libertad política a lo que quiero renunciar; es la libertad civil lo que reclamo con las otras formas de
libertad política. Los gobiernos no tienen derecho hoy como ayer de arrogarse un poder ilegítimo. Pero
los gobiernos que proceden de una fuente legítima tienen menos derecho que antaño de ejercer sobre
los individuos una supremacía arbitraria. Todavía hoy poseemos los derechos que tuvimos desde
siempre, esos derechos eternos de consentir las leyes, de deliberar sobre nuestros intereses, de ser parte
integrante del cuerpo social del cual somos miembros. Pero los gobiernos tienen nuevos deberes. Los
progresos de la civilización, los cambios producidos por los siglos, ordenan a la autoridad más respeto
por las costumbres, por los afectos, por la independencia de los individuos. Ella debe tratar con una
mano más prudente y leve estas cuestiones.
Esta reserva de la autoridad que consta en sus estrictos deberes está igualmente bien comprendida en
sus intereses, pues si la libertad que conviene a los modernos es diferente de la que convenía a los
antiguos, el despotismo que era posible entre los antiguos ya no lo es más entre los modernos. Somos a
menudo menos atentos que los antiguos a la libertad política, y menos apasionados por ella, de este
hecho se puede concluir que descuidemos, a veces demasiado y siempre por error, las garantías que nos
asegura. Pero al mismo tiempo como nos apegamos mucho más a la libertad individual que los
antiguos, la defenderemos si es atacada con mucho más tino y persistencia; y para defenderla tenemos
medios que los antiguos no tenían.
El comercio les confiere a las arbitrariedades un carácter más humillante para nuestra existencia que en
el pasado, cuando no existía. Con el comercio las transacciones son más variadas; por lo mismo, se
multiplican las ocasiones para las arbitrariedades. No obstante, el comercio también permite eludir más
fácilmente las acciones arbitrarias, porque él cambia la naturaleza misma de la propiedad, que gracias
al cambio se transforma en algo prácticamente inasible.
El comercio da a la propiedad una nueva cualidad: la circulación; sin circulación, la propiedad no es
sino un usufructo; la autoridad puede siempre influir sobre el usufructo, pues puede retirar el goce; pero
la circulación pone un obstáculo invisible e invencible a esta acción del poder social. Los efectos del
comercio se extienden aún más lejos, no sólo libera a los individuos, sino que, creando el crédito,
vuelve dependiente a la autoridad.
El dinero, dice un autor francés, es el arma más peligrosa del despotismo, pero al mismo tiempo es su
freno más poderoso; el crédito está sometido a la opinión; la fuerza es inútil, el dinero se oculta o se
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desvanece; todas las operaciones del Estado están suspendidas. El crédito no tenía la misma influencia
entre los antiguos; sus gobiernos eran más fuertes que los particulares; hoy los particulares son más
fuertes que los poderes políticos; la riqueza es un poder más disponible en todos los momentos, más
aplicable a todos los intereses, y, por consecuencia, mucho más real y mejor obedecida; el poder
amenaza, la riqueza recompensa, escapamos al poder engañándoles; para obtener los favores de la
riqueza hay que servirla. La riqueza siempre gana.
A consecuencia de las mismas causas, la existencia individual está menos englobada en la existencia
política. Los hombres transportan lejos sus tesoros; se llevan con ellos todos los goces de la vida
privada; el comercio ha aproximado a las naciones, y les ha dado costumbres y hábitos más o menos
similares; los jefes pueden ser los enemigos; los pueblos son compatriotas. Así pues, que el poder se
resigne a ello: necesitamos la libertad y la tendremos; pero como la libertad que no es precisa es
diferente a la de los antiguos, es necesario a esta libertad otra organización que la que podría convenir a
la antigua libertad.
En ésta, cuanto más consagraba el hombre su tiempo y fuerza al ejercicio de sus derechos políticos,
más libre se creía. En la clase de libertad que nos corresponde, cuanto más tiempo para nuestros
intereses privados nos deje el ejercicio de nuestros derechos políticos, más preciosa será la libertad.
De ahí, señores, la necesidad del sistema representativo. El sistema representativo no es otra cosa que
una organización con cuya ayuda una nación descarga en algunos individuos lo que ella no puede o no
quiere hacer por sí misma. Los individuos pobres realizan ellos mismos sus asuntos; los hombres ricos
contratan a administradores. Es la historia de las antiguas naciones y de las modernas. El sistema
representativo es una procuración dada a un cierto número de hombres por la masa del pueblo que
quiere que sus intereses sean defendidos y que no obstante no tiene tiempo de defenderlos él mismo.
Pero, a menos que sean insensatos, los hombres ricos que tienen administradores examinan con
atención y severidad si esos administradores cumplen su deber, si no son descuidados, ni corruptos, ni
incapaces, y para juzgar la gestión de esos mandatarios, los comisionados que tienen prudencia se
aplican muy bien a los asuntos en los que se les confía la administración. Del mismo modo, los
pueblos, que con el fin de gozar de la libertad que les conviene, recurren al sistema representativo,
deben ejercer una vigilancia activa y constante sobre sus representantes, y reservarse, en épocas que no
estén separadas por intervalos demasiado largos, el derecho de apartarles si han equivocado sus votos,
y de revocar los poderes de los que ya han abusado. Del hecho que la libertad moderna difiere de la
libertad antigua, se deduce que esta última estaba también amenazada por otra especie de peligro.
El peligro de la libertad antigua consistía en que los hombres, atentos únicamente a asegurarse el poder
social, no apreciaban los derechos y los goces individuales. El peligro de la libertad moderna es que
absorbidos por el disfrute de nuestra independencia privada, y en la gestión de nuestros intereses
particulares, renunciamos demasiado fácilmente a nuestro derecho de participación en el poder político.
Los depositarios de la autoridad no dejan de exhortarnos a ello. ¡Están tan dispuestos a evitarnos todo
tipo de pena, excepto la de obedecer y de pagar! Nos dirán: “¿Cuál es en el fondo la finalidad de
vuestros esfuerzos, el motivo de vuestros trabajos, el objeto de vuestras esperanzas? ¿No es la
felicidad? Y bien, esa dicha, dejadnos actuar y os la daremos.” No, señores, no dejemos que actúen. Por
muy conmovedor que sea ese interés tan tierno, rogamos a la autoridad que permanezca en sus límites.
Que se limite a ser justa, nosotros nos encargaremos de ser felices.
¿Podríamos serlo con goces si estos goces estuvieran separados de las garantías? ¿Dónde
encontraríamos esas garantías si renunciáramos a la libertad política? Renunciar a ellas, señores, sería
una demencia similar a la de un hombre que bajo el pretexto que no ocupa el primer piso, pretendiera
construir sobre la arena un edificio sin fundamentos.
Por lo demás, señores, ¿tan cierto es que la felicidad, cualquiera ella sea, es la única finalidad de la
especie humana? En ese caso, nuestra carrera sería muy estrecha, y nuestro destino muy poco señalado,
no hay ninguno de nosotros que si quisiera descender, restringir sus facultades morales, reducir sus
deseos, abjurar a la actividad, la gloria, las emociones generosas y profundas, pudiera embrutecerse y
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ser feliz. No, señores, yo atestiguo sobre esta excelente parte de nuestra naturaleza, esta noble inquietud
que nos persigue y que nos atormenta, este ardor de extender nuestras luces y desarrollar nuestras
facultades: no es sólo la felicidad, es al perfeccionamiento que nuestro destino nos llama; y la libertad
es la más poderosa, el más enérgico medio de perfeccionamiento que el cielo nos haya dado.
La libertad política sometiendo a todos los ciudadanos, sin excepción, el examen y el estudio de sus
intereses más sagrados, engrandece su espíritu, ennoblece sus pensamientos, establece entre todos ellos
un tipo de legalidad intelectual que constituye la gloria y la potencia de un pueblo.
Por tanto, ved cómo una nación se engrandece con la primera institución que le restituye el ejercicio
regular de la libertad política. Ved a nuestros conciudadanos de todas las clases, profesiones, sacados
de la esfera de sus trabajos habituales y de su industria privada, encontrarse de pronto en el nivel de las
funciones importantes que la constitución les confía, escoger con discernimiento, resistir noblemente a
la seducción. Ved el patriotismo puro, profundo y sincero, triunfando en nuestras ciudades y
vivificando hasta nuestras aldeas, atravesando nuestros talleres, reanimando nuestros campos,
penetrando del sentimiento de nuestros derechos y de la necesidad de garantías el espíritu justo y recto
del labrador útil y del negociante industrioso, que sabiendo de los males que ellos han padecido, y no
menos iluminados sobre los remedios que esos males exigen, abarcan con una mirada a Francia entera
y, dispensadores del reconocimiento nacional, recompensan con sus sufragios, después de treinta años,
la fidelidad a los principios, en la persona del más ilustre de los defensores de la libertad.
Lejos entonces, señores, de renunciar a ninguna de las dos clases de libertad de las que les hablé, es
preciso, lo he demostrado, aprender a combinar la una con la otra. Las instituciones, como dice el
célebre autor de la historia de las repúblicas de la Edad Media, deben cumplir los destinos de la especie
humana; ellas alcanzan tanto mejor su finalidad cuanto mayor es el número posible de ciudadanos que
elevan a la más alta dignidad moral.
La obra del legislador no está totalmente completa cuando sólo ha tranquilizado al pueblo. Incluso
cuando ese pueblo está contento queda mucho por hacer. Es preciso que las instituciones concluyan la
educación moral de los ciudadanos. Respetando sus derechos individuales, cuidando de su
independencia, no perturbando para nada sus ocupaciones, ellas deben no obstante consagrar su
influencia sobre la cosa pública, llamarles a concurrir con sus determinaciones y sus sufragios al
ejercicio del poder, garantizarles un derecho de control y de vigilancia por la manifestación de sus
opiniones, y formándoles de este modo, por la práctica, para esas elevadas funciones, dándoles a la vez
el deseo y la facultad de satisfacerlas.

SPINOZA Y LA IRREVERSIBLIDAD DEL CONTRATO

En materia de la libertad política, Spinoza sería sin duda un hijo de Hobbes muy mal agradecido a su padre. Tal como Hobbes él es partidario de un Estado fuerte y cuase omnipresente en todos los asuntos. En su tratado teológico-político, Spinoza intentó colocar el Estado en todos los dominios no solamente de la vida publica como también de la vida privada, alias, el concepto “privado” es muy mal visto por Spinoza. Él no era un adepto acérrimo de la moral de los antiguos y tampoco de la moral cristiana. Para él, el hombre vive ligado a los efectos y no-ligado a la moral. Manifiesta de este modo en este aspecto en concreto, una herencia o una ligación mucho más a Maquiavelo que a Hobbes.
Para su concepto de la libertad política, Spinoza va hacer diferencia entre el hombre dotado de la razón y el hombre que desconoce la razón. Para él, lo que trae orden en el Estado es el conocimiento de la razón, la liberación del estado de apetito, la liberación del estado de naturaleza. Para explicar este pasaje al estado de compromiso cívico, Spinoza utiliza el ejemplo de San Pablo, para quién, antes de la instauración de la ley no se puede hablar del pecado. O sea, mientras los hombres Vivian en estado de la naturaleza, nadie podía hablar de la ley justa o injusta y tampoco del “pecado”[1]. En otras palabras, es la orden del poder soberano, el poder del monarca que termina con el estado de naturaleza. Spinoza compara esta potencia natural del hombre con la potencia de Dios[2], ya que para él, la potencia del hombre en estado de naturaleza no tiene limitaciones: todo es de todo y nadie es de nadie.
Así en este estado de las cosas, el derecho natural de las personas no se define con base en la razón más si a través de sus potencias y sus deseos de tener o de dominar. Spinoza reproduce aquí prácticamente los argumentos de Hobbes, segundo cual, en este estado las personas terminan por morir pronto mismo cuando son bien criadas o educadas, porque el confronto entre ellas no elige los más educados o los menos educados. Lo que cuenta es la capacidad de guardia y de desarrollo del instinto de conservación[3].

Il suit de là que le Droit et l’Institution de la Nature, sous lesquels tous naissent et vivent la plus grande partie de leur existence, ne prohibe rien sinon ce que personne ne désire et ne peut ; ni les conflits, ni les haines, ni la colère, ni l’aversion, quel qu’en soit l’objet, qu’inspire l’Appétit. Rien de surprenant à cela, car la Nature ne se limite pas aux lois de la Raison humaine dont l’unique objet est l’utilité véritable et la conservation des hommes ;

¿Cómo salir entonces de este estado catastrófico para vivir en paz consigo mismo y con los otros? Spiniza no es completamente innovador en su propuesta porque continua a ser de raíz hobesiana. Pero, hay una pequeña puerta abierta para la marginación del primero contrato del Estado hobesiano. Para Spinoza contrariamente a Hobbes, nadie en este contrato debe renunciar lo que piensa o juzga ser bueno para él, sino que, lo debe hacer en función de la esperanza de un bien mayor o con el miedo de un mal mayor. También para Spinoza en este estado, nadie acepta un mal sino que procura evitar un mal mayor[4]. Él presenta por lo tanto el contrato como un instrumento de utilidad para la seguridad de todos, una utilidad racional, cuya el bien superior consiste en la conservación de la sociedad que supervise todos los demás. Esta conservación nace de la transferencia que los individuos hacen de sus potencias naturales para constituir una sociedad, un Estado[5].

Le Droit d’une société de cette sorte est appelé Démocratie et la Démocratie se définit ainsi : l’union des hommes en un tout qui a un droit souverain collectif sur tout ce qui est en son pouvoir. De là cette conséquence que le souverain n’est tenu par aucune loi et que tous lui doivent obéissance pour tout ; car tous ont dû, par un pacte tacite ou exprès, lui transférer toute la puissance qu’ils avaient de se maintenir, c’est-à-dire tout leur droit naturel.

Este es para Spinoza el origen de la libertad política que ciertamente para Hobbes seria apenas una salida del estado de la naturaleza. Con base en este contrato, Spinoza piensa que un comportamiento absurdo es muy poco de temer en un Estado Democrático porque justamente el objetivo de la democracia es de quitar los hombres de lo absurdo y de eliminar sus apetitos descontrolados y sus pasiones. Ya en la Ética IV, él presenta la sociedad como el lugar de regulación de las vidas personales y sus pasiones. Podríamos poner en dialogo el concepto de Spinoza de la democracia y sus pasiones en este pasaje con el concepto de la democracia segundo Montesquieu. Seria una comparación interesante, pero no hay que hacerlo aquí, tendremos ocasión de hablar de Montesquieu más adelante.
El Derecho Civil, que es el fundamento de la libertad política nace a partir de momento que los hombres dejan de dependerse de lo absurdo, a partir de momento que abandonan el estado de la naturaleza[6].

Par Droit Civil privé nous ne pouvons entendre autre chose que la liberté qu’a l’individu de se conserver dans son état, telle qu’elle est déterminée par les édits du pouvoir souverain et maintenue par sa seule autorité. Après en effet que l’individu a transféré à un autre son droit de vivre selon son bon plaisir propre, c’est-à-dire sa liberté et sa puissance de se maintenir, droit qui n’avait d’autres limites que son pouvoir, il est tenu de vivre suivant la règle de c’est autre et de ne se maintenir que par sa protection.

La violación no solamente del pacto como también de la libertad política se da cuando los individuos son obligados por otros a cometer actos en contra del derecho civil, o cuando ellos mismos cometen actos en contra los derechos civiles, los decretos del soberano. La violación del derecho puede tener lugar solamente entre los particulares, entre los ciudadanos, ya que el soberano una vez que el puede hacer todo, no puede por eso mismo estar a violar la ley
La libertad política en Spinoza esbara con un binomio: individuo versus la comunidad. Para él, la verdadera libertad política individual tiene que obedecer la estricta regla no solamente de no poner en causa la vida de los demás, pero sobre todo, de no intentar en contra la seguridad y la autoridad del poder soberano o de Estado. Spinoza es partidario de la libertad de opinión de los ciudadanos en el asunto del Estado. Él piensa que los ciudadanos deben participar con sus opiniones a favor o en contra de la actuación de las autoridades, pero lo que no pueden hacer, o mejor, lo que está completamente prohibido, es culquiere tentativa de poner en causa a los decretos del poder soberano a través de acciones violentas. Spinoza intenta así dar valor a la libertad como racionalidad necesaria dentro de la sociedad más de que la libertad como expresión de manifestación de las pasiones o de caprichos igualitaristas.
Spinoza sabe que los hombres submitidos a las pasiones solamente pueden tener una concordancia negativa[7], por eso, para contrariar esta negatividad, él invoca y introduce el concepto de la razón ya que ésta tiene justamente la capacidad de actuar de forma contraria a las pasiones. Esto es, la razón tiene la capacidad de presentar a los hombres sus intereses y sus objetivos común. Es por ello que en la materia de la libertad política, Spinoza considera esencial no a la divergencia que los ciudadanos puedan tener con su monarca o el poder soberano, o sobre el derecho de monarca, pero si lo que es útil para el Estado[8]. Por eso discordó completamente con aquellos que piensan que el monarca no es independiente en materia de los derechos o que nadie debe cumplir definitavemiente el compromiso del pacto[9]. Aquí la critica es claramente dirigida contra Hobbes, para quién los individuos solamente están obligados a obedecer el pacto o el contrato con el monarca mientras este garantiza la protección de sus vidas.
Él es consciente que según gobierno puede prohibir completamente la liberad de opinión y, alias eso es muy malo para el propio gobierno, por eso dijo, que todo que no puede ser prohibido debe ser autorizado para el propio bien del gobierno[10] porque para él contrariamente a Maquiavelo, el fin del gobierno o de Estado no es la dominación del hombre[11].

Ce n’est pas pour tenir l’homme par la crainte et faire qu’il appartienne à un autre que l’Etat est institué ; au contraire c’est pour libérer l’individu de la crainte, pour qu’il vive autant que possible en sécurité, c’est-à-dire conserve, aussi bien qu’il se pourra, sans dommage pour autrui, son droit naturel d’exister et d’agir.

Así, para Spinoza, el verdadero fin del Estado es la libertad, pero una libertad que está condicionada por las leyes y sobre todo por la no-contestación física de los decretos del monarca o del poder soberano. Cualquier ciudadano puede utilizar la razón para contestar los decretos del poder soberano pero no puede entrar en acción o en confrontación con él. Los limites del ciudadano son la obediencia a los decretos del poder soberano y no a la salvaguarda de su vida, mientras que él limite del poder soberano es la capacidad de su potencia o de su fuerza de acción. Con eso Spinoza defiende una libertad política “civilizada” o controlada por la razón y no por las pasiones, ya que para él la libertad política es un fin en sí mismo porque su objetivo es facilitar o proporcionar la felicidad humana. Spinoza es partidario da la libertad de expresión no solamente porque representa una conquista de una buena política o de un buen Estado pero si, como medio para limitar la contestación publica y cumplir con orden natural del genero humano. La concordia nacional o mejor, la concordia institucional es mucho más importante para Spinoza que cualquier prohibición de libre opinión. Para Spinoza en una democracia, este tipo de libertad es una libertad que está de acuerdo con la propia naturaleza humana[12].

Dans un État démocratique (c’est celui que rejoint le mieux l’état de nature) nous avons montré que tous conviennent d’agir par un commun décret, mais non de juger et de raisonner en commun ; c’est-à-dire, comme les hommes ne peuvent penser exactement de même, ils sont convenus de donner force de décret à l’avis qui rallierait de plus grand nombre de soufrages, se réservant l’autorité d’abroger les décisions prises sitôt qu’une décision meilleure leur paraîtrait pouvoir être prise. Moins il est laissé aux hommes de liberté de juger, plus on s’écarte de l’état le plus naturel, et plus le gouvernement a de violence.

Spinoza procura por lo tanto hacer un matrimonio positivo de dos elementos muy importantes entorno de la naturaleza del hombre: la libertad de opinión y la violencia. Las dos pueden ser elementos fulminantes para desestabilizar el poder civil, el poder del monarca. Él ya mostró por diversas veces que ningún hombre soporta vivir sin opinión porque hace parte de su naturaleza pensar y producirla. Es por ello que él va condenar aquellos que condenan a los demás, o las opiniones de los demás calificándola como secta. Spinoza piensa que ningún hombre debe de ser castigado por tener una opinión contraria a los demás. Solo se puede castigar alguien cuando el ultrapasa el dominio de opinión, esto es, cuando a demás de opinión el hombre recorre a la violencia. O sea, cuando se pone en riesgo directamente la vida de los demás de forma física. Por ello también recusa que cualquier celo por la verdad religiosa pueda poner en causa la vida de las personas en nombre mismo de esta dicha verdad religiosa.
Termina su tratado político-teológico insistiendo que la libertad política es no solamente posible dentro del Estado como también muy deseada. De este modo, demuestra hasta 6 veces como esta libertad es posible y deseable para el Estado[13].

Qu’il est impossible d’enlever aux hommes la liberté de dire ce qu’ils pensent ;
Que cette liberté peut être reconnue à l’individu sans danger pour le droit et l’autorité du souverain et que l’individu peut la conserver sans danger pour ce droit, s’il n’en tire point licence de changer quoi que ce soit aux droits reconnus dans l’État ou de rien entreprendre contre les lois établies ;
Que l’individu peut posséder cette liberté sans danger pour la paix de l’État et qu’elle n’engendre pas d’inconvénients dont la réduction ne soit aisée ;
Que la jouissance de cette liberté donnée à l’individu est sans danger pour la piété ?
Que les lois établies sur les matières d’ordre spéculatif son du tout inutiles;
Nous avons montré enfin que non seulement cette liberté peut être accordée sans que la paix de l’État, la piété et le droit du souverain soient menacés, mais que, pour leur conservation, elle doit l’être.

Spinoza defiende por lo tanto, que para que la seguridad del Estad pueda ser garantizado, la piedad y la religion tienen que ser comprendida o entendida como un ejercicio de la caridad y de equidad y que también el derecho del monarca de regular todas las cosas sean ellas sagradas o profanas, se limita únicamente en la esfera de acción, esto para poder permitir a cada uno de pensar y hacer lo que le da las ganas desde que lo que piensa no viole con acción los decretos del monarca.
Para Spinoza es el derecho y la orden del monarca o del poder soberano que limitan la potencia natural de los hombres, esto es, aquella capacidad que los hombres tienen de actuar unos sobre otros................../......................../........................../........................../........................../................................/
[1] Traité Thélogico-Politique, XVI, 262.
[2] Traité Thélogico-Politique, XVI, 261.
[3] Traité Thélogico-Politique, XVI, 263.
[4] Traité Thélogico-Politique, XVI, 264.
[5] Traité Thélogico-Politique, XVI, 266.
[6] Traité Thélogico-Polique, XVI, 269.
[7] Ética IV, 35.
[8] Traité Thélogico-Politique, XX, 328.
[9] Traité Thélogico-Politique, XX, 331.
[10] Traité Thélogico-Politique, XX, 331.
[11] Traité Thólogico-Politique, XX, 329.
[12] Traité Thélogico-Politique, XX, 334.
[13] Traité Thélogico-Politique, XX, 335.

sábado, 21 de fevereiro de 2009

QUIÉN HABLA EN NOMBRE DE LOS POBRES?

Con la preocupación mundial por la pobreza como telón de fondo, mucha gente se lanza al ruedo dispuesta a combatir sus consecuencias nefastas con un arsenal de argumentos: trabajadores sociales, cooperantes, universitarios e investigadores con credibilidad y sin credibilidad. En principio, todos aseguran que trabajan para el bien de los pobres. La cuestión es: ¿piensan de verdad en los pobres cuando elaboran sus proyectos de investigación?, ¿o los proyectos se elaboran de acuerdo con las campañas publicitarias de televisión?En un primer momento diríamos que sí, que están preocupados por los pobres y por su desarrollo y su bienestar. Pero, cuando nos preguntamos qué es el desarrollo y bienestar de los pobres, surgen sombras de duda acerca de los intereses genuinos de esos investigadores y cooperantes. Las conclusiones de sus indagaciones y trabajos son discutibles, como cualquier propuesta dialéctica puede serlo. Y es de esperarse seriedad en la investigación y en el análisis. En el conocidísimo texto de Max Weber, La ciencia como vocación, el gran maestro se mostraba decepcionado con los resultados obtenidos en el ámbito educativo: la indiferencia de los candidatos a la investigación universitaria y a la educación de nivel superior, y su escasa motivación ante la calidad exigida para ser un buen investigador o un buen profesor. Weber se maravillaba de que personas sin escrúpulos y sin méritos para escalar los más altos niveles de la enseñanza manifestaran su disposición a seguir ese camino. El sí de los candidatos era una señal clara para Weber de que ellos no estaban allí por vocación, sino más bien por dinero.Hoy, más de nunca, nos encontramos a estos sofistas, vendedores de saber que nada saben. El continente africano es sin duda la primera víctima de estos fingidos sabios y embajadores de buena voluntad. El continente es víctima porque muchas veces los proyectos son elaborados sin tener en cuenta las verdaderas necesidades de las personas, y porque los investigadores están condicionados para actuar por la financiación que obtienen de fuentes oficiales. Esta amalgama hace que se diga que hay mucho dinero invertido para el desarrollo del continente y que los africanos no son capaces de corresponder a esa inversión. Pero sabemos que esto es falso, porque los proyectos de investigación suelen contemplar simplemente resultados a corto plazo.Hace más de cuarenta años que África está recibiendo ayuda para acabar con el hambre, pero el hambre continúa porque su erradicación depende de que se fortalezcan las instituciones políticas y sociales. Y son muy pocos los grupos de investigaciones que se arriesgan a acometer este trabajo, porque no es mediático.No hay comparación entre la imagen impactante de una ONG que actúa en un campo de refugiados y la palabra de un sociólogo o un politólogo que afirma que actuar con eficacia pasa sobre todo por la consolidación de las instituciones sociales y gubernamentales. El continente africano es víctima de esta oposición diamétrica y víctima de un cientificismo frívolo. El continente europeo ha conseguido su estabilidad gracias al plan Marshall, que consistía sobre todo en proporcionar la fortificación de las instituciones: lo mismo debería hacerse con África para evitar que la dependencia se prolongue. Pero no se hace porque muchos investigadores se quedarían sin trabajo.

In CEMIGRA

terça-feira, 17 de fevereiro de 2009

HANNAH ARENDT, SOBRE A VIOLÊNCIA

Como em todas suas obras, apesar de ter tido muitas vezes posições controversas e perturbadoras para alguns meios académicos e políticos, Hannah Arendt sempre falou alto e claro. Assim, esta pequena e grande obra (Sobre a Violência) também não é nenhuma excepção.
Não restam duvidas que a situação do pós holocausto que tem influenciado muitas das grande obras da autora, e podemos dizer que ela soube aproveitar bem a questão do sofrimento e da violência do pós holocausto para fazer uma síntese e distanciar-se da ideia que apresenta a violência como a mais flagrante manifestação de poder[1]. Arendt recusa liminarmente a ideia de qualquer tipo de violência possa ser apresentada como expressão de poder ou a violência como um fenómeno de direito próprio.
Já em obras anteriores como “a promessa da política”, Arendt defende e explica a oposição na Grécia antiga entre discurso e acção. Lembra que esta oposição se foi fazendo a medida que a consciência democrática crescia entre os gregos.

Porque um dos aspectos mais notáveis e fascinantes do pensamento grego é que desde o começo dos começos, o que significa desde Homero, esta separação de princípio entre o discurso e acção não se verifica, uma vez que o autor de grandes feitos tem de ser sempre e ao mesmo tempo autor de grandes palavras – não só porque são necessárias as grande palavras para acompanhar e explicar os grandes feitos que de outro medo cairiam na mudez do esquecimento, mas também porque o próprio discurso era considerado desde início uma forma de acção. O homem não se pode defender dos golpes do destino, dos enganos dos deuses, mas pode resistir-lhes por meio de discurso e responder-lhes, e embora a resposta nada mude, não afastando a má fortuna e não assegurando a boa, as palavras fazem parte do acontecimento enquanto tal[2].

Na obra “sobre a violência”, Arendt critica a ideia de progresso veiculada no séc. XIX que segundo ela, passou de emancipação para confrontação de forças opostas tendo assim por consequência um retrocesso. Na opinião de Arendt, o progresso deve explicar o passado sem romper o continuum temporal e desta forma, ser uma guia para o futuro. Para ela, esta foi a grande descoberta de Marx quando decidiu inverter o conceito de história de Hegel, mas a autora chama a atenção sobre o conceito de história de Marx porque é muito susceptível de manipulação[3]. Distancia-se assim de Marx porque para ela, a violência é justamente o protótipo esclarecedor de interrupção de progresso. E, este era também para os gregos, o pior mal que podia acontecer a polis, a violência ou guerra civil.
O poder coactivo é para Arendt um critério de Estado, mas não a sua essência, porque não é o exercício da força que faz um Estado. Desta forma, ela marca claramente a diferença entre “força e poder”. Para ela, Una de las distinciones más obvias entre poder y violencia es que el poder siempre precisa el número, mientras que la violencia, hasta cierto punto, puede prescindir del número porque descansa en sus instrumentos[4]. O poder é portanto um sintoma de legitimidade, de entendimento entre as pessoas, estando assim do lado oposto à violência. El poder nunca es propiedad de un individuo; pertenece a un grupo y sigue existiendo mientras que el grupo se mantenga unido[5]. No entanto, apesar destas características, o poder é também o instrumento de dominação do homem sobre o homem. A filosofia política tem dado a entender isso. De Bodin à Espinosa, o poder tem sido apresentado como a capacidade de ter domínio sobre o outro. Espinosa chega mesmo a dizer que antes do contrato ou do pacto, a potência do indivíduo é a sua única limitação e nesta situação, os homens são como deuses, porque têm poder sobre todos.(…………………)........................./........................(.........................).................../.............................





[1] Hannah Arendt, Sobre la Violencia, pg 49.
[2] Hannah Arendt, A promessa da Política, pg 108.
[3] Arendt, Sobre a violência, pg 44.
[4] Arendt, Sobre a violência, pg 57.
[5] Arendt, Sobre a violência, pg 60.

sexta-feira, 6 de fevereiro de 2009

ANGOLA: O ENSINO EM DEBATE(por david boio)

Como qualquer análise, proponho-me numa primeira parte identificar os problemas que o nosso ensino superior enfrenta. Penso numa próxima intervenção apresentar as possíveis soluções, que já se encontram nas entrelinhas dos problemas.
1. Julgo que os problemas, felizmente, já estão quase todos identificados, mas importa, ainda assim, apresentá-los e fazer algumas considerações;

Muitos dos problemas que o nosso país enfrenta tem a ver essencialmente com a definição dos conceitos. Nós, em regra não dominamos a definição dos conceitos que utilizamos no nosso quotidiano. Perguntamos a alguém para nos indicar uma clínica, e indica-nos um sítio onde encontramos alguém que nos diz que cura doenças, num espaço que tem uns quartos e umas camas. Pedimos para nos indicarem um infantário para o nosso filho, indicam-nos uma casa onde encontramos uma “tia” que trata dos miúdos; pedimos um hotel, e indicam-nos um estabelecimento com quartos e camas.
Por isso, para começarmos a resolver os nossos problemas temos que começar a definir os conceitos. Afinal de contas o que é uma universidade? Cfr: http://dererummundi.blogspot.com/2007/04/o-que-uma-universidade.html

Sem grandes lucubrações filosóficas, julgo que podemos definir a universidade como sendo uma “instituição de ensino superior que compreende um conjunto de faculdades ou escolas para a especialização profissional e científica, e tem por função principal garantir a conservação e o progresso nos diversos ramos do conhecimento, pelo ensino e pela pesquisa”. Ou em termos mais conçisos, podemos encarar a universidade,

“como um espaço de liberdade que visa a transmissão e a produção do conhecimento”

Sendo assim, para que uma instituição de ensino seja considerada como sendo uma universidade, tem de comportar um conjunto de elementos motivadores da transmissão e do progresso do conhecimento, nomeadamente, um quadro docente capacitando, condiçoes de pesquisa científica (bibliotecas e centros de investigação) e estudantes ávidos pelo saber. São esses os três elementos que constituem o núcleo de uma universidade e é da fragilidade dos mesmos que resultam os problemas que o nosso ensino superior enfrenta.
Vamos começar pelo terceiro elemento, isto é, existência de estudantes ávidos pelo saber.
Esse ponto remete-nos pela seguinte constatação, que foi invocada pela maioria das pessoas que apresentaram os seus comentários ao testemunho apresentado: o fundamento dos problemas que o ensino superior enfrenta, está muito antes do mesmo, ou seja, não está no topo da hierarquia do sistema de ensino, mas na sua base. Por outras palavras, se quisermos encontrar a génese do problema do nosso ensino superior ou de qualquer outro, então temos que partir dos problemas que o ensino primário enfrenta.
O grosso de alunos que a universidade recebe, é proveniente de um ensino de base altamente deficitário, em que grande parte dos alunos sentou nas latas de leite (embora também dessas latas tenham saído os nossos principais quadros do país, mas são situações muitos especiais), eram e são ensinados, por professores que na verdade não o são. Um sistema imbuído num ambiente de muita corrupção (tenho uma amiga professora de uma escola primária, que o director da sua escola chega a rasgar a pauta apresentada pelos professores, porque os pais de um aluno que havia chumbado ofereceram uma grade de CUCA), isto é, o ensino primário, apesar de alguns esforços que têm sido feitos por quem de direito. Se o professor desses alunos, em princípio nunca leu um livro, de modo algum incentivará os seus alunos ao gosto pela leitura.
Neste contexto,“continuaremos a ter universitários cegos e sem capacidade que o seu nível exige. Nesse caso não estou a falar de génios, mas sim de alunos intermédios e com capacidade intelectual no limite da média”, “a questão vem de baixo! Vem das escolas primárias! E essas têm um fortíssimo elo de ligação ao ensino médio. - As escolas de formação de professores do ensino básico…Este é o elo mais fraco de toda a cadeia e é onde deve começar a ser feita a limpeza dos formadores e a selecção dos alunos. Sem resolveres esta questão a educação em Angola não vai a lado nenhum. A base da pirâmide começa com os professores da instrução primária. Ou sabem e ensinam bem ou não sabem e dão cabo de todo o sistema. Como não sabem isso não tem solução à vista”.

Vamos agora analisar o primeiro elemento definidor do conceito de universidade, um quadro de docente capacitado.
Não há universidade sem professores, mais, não há universidades dignas desse nome, sem professores dignos desse título.
Tal como referiu Max Weber, referindo-se aos jovens que se propunham à profissão académica, (ver a ciência como vocação)[1] “um académico deve capacitar-se de que a tarefa que o espera tem um duplo rosto…deve ser qualificado não só como douto, mas também como professor, e as duas qualidades não coincidem de todo. Uma pessoa pode ser um sábio absolutamente eminente e um professor espantosamente mau”. Todas as pessoas que andaram ou andam numa universidade testemunham essa evidência de Weber.
Os dois pressupostos da exigência de Weber, está muito distante da nossa realidade universitária.
Alguém já se deu o trabalho de saber quantos doutos em direito é que o nosso país possui. Por outras palavras, quantos doutorados em direitos possuímos. Agora pensemos em quantos cursos de direito o país possui. Já pensamos em quantos doutorados em economia/gestão possuímos, e imaginemos quantos cursos de economia/gestão o nosso mercado oferece. Se pensarmos apenas, no primeiro requisito de Weber para se auferir da qualidade de um académico, isto é, ser um douto, as nossas universidades deixam muito a desejar. Quantos de nós, é que acabados de terminar as nossas licenciaturas, começamos a dar aulas assumindo as responsabilidades de um douto, isto é, conceber os programas das disciplinas, a metodologia de aulas e da avaliação, sem termos sido acompanhados por nenhum professor?
Quanto ao segundo requisito, a situação é para nós muito grave. Quantas pessoas é que andam na universidade a dar aulas, que são realmente professores? Isto é, pessoas, que sendo doutos, se dedicam com vocação e dedicação exclusiva ou quase exclusiva à actividade docente? Somos, possivelmente, dos únicos países no mundo que as pessoas decidem ingressar para actividade docente com objectivo de criar riqueza, ao passo que o professor sempre esperou ser reconhecido pelas suas qualidades científicas e de transmissor e produtor de conhecimentos. Em regra, os nossos professores se assemelham aos nossos biscateiros da construção civil, que quando solicitamos os seus serviços, ao perguntarmos o que eles sabem fazer, respondem com toda à-vontade do mundo: sei fazer tudo: canalizador, pintor, pedreiro, electricista, etc. como dizia o outro os nossos, professores, salvo raras excepções, são na sua maioria “especialistas da generalidade”.
O mais grave, é que os professores que estão entrar no sistema universitário são produtos da calamidade do ensino superior actual, e outros provenientes do mesmo sistema são os professores que suportam o ensino de básico e médio.
Relativamente ao segundo elemento, condiçoes de pesquisa científica (bibliotecas e centros de investigação) a situação não é menos grave.
Como director e empreededor de um projecto livreiro, tenho andado pelas bibliotecas de todas as universidades do país. Confesso que ainda não encontrei uma universidade com uma biblioteca adequada à imagem de uma instituição superior, com excepção da biblioteca da universidade Católica de Luanda e da universidade ó Óscar Ribas, que minimamente possuem condições minimas. Nas outras universidades, a biblioteca constiui um fantasma. Este facto é gritante, porque as grandes universidades também vêm-se pela imagem das suas bibliotecas. Quem visitar por exemplo a universidade catolica portuguesa em lisboa, a primeira imagem que salta à vista é do edificio da sua biblioteca. Caso ainda mais flagrante, nas universidades de países como a Africa do Sul, França, EUA, Inglaterra, Brasil e outros. No nosso caso, ao visitarmos uma universidade, dificilmente nos damos conta da biblioteca. Geralmente, entramos numa sala com umas pratileiras que comportam um número infimo de livros, e nos dizem que é a biblioteca.
Não se percebe como é que se fazem universidade sem ter a preocupação adequada às bibliotecas. Alguém pode indagar, como é que o Ministério da Educação ou um órgao competente do governo assiste impávido à essa situação. A resposta está na ausência de bibliotecas nos estabelecimentos do ensino superior público. Pessoalmente, além da Faculdade de Direito da Universidade Agostinho Neto, não conheço nenhuma outra faculdade dessa Universidade que apresente uma biblioteca minimamente aceitável, inclusive a maioria delas simplesmente não possui uma biblioteca.
Tudo leva a crer que essa situação, pelo menos relativamente às faculdades da UAN, mudará nos proximos tempos.
As direcçoes das universidades privadas, tentam justificar a ausência de um acervo bibliografico minimo, por causa dos custos dos livros. O que é uma afronta à nossa inteligência. Alguém já fez um cálculo aproximado da facturação mensal de uma universidade que tenha 5000 alunos, com propina mensal média de 250USD? Estamos a falar de 1.250.000 USD. Se atribuirmos, de forma optimista, 50% dessa facturaçao aos custos variaveis e fixos que a universidade tem que suportar, estamos a falar de margens mensal na ordem de 500.000USD, mais coisas menos coisas, o que representa uma margem anual de cerca de 6.000.000USD, é irmos a europa e ver quantas universidades apresentam essa margem anual.
Quanto a existência de centros de investigação, é algo para esquecer. Pelo que consta do meu conhecimento, a Universidade Católica é a única que possui um centro de investigação, em muito resultado do esforço do Professor Alves da Rocha e da sua equipa. O restante das universidades, a começar pela UAN, as suas produções científicas resumem-se nas jornadas científicas anuais que realizam. Mas quem as frequenta, sabe bem que produtos científicos resultam dessas jornadas, que mais não passam de ciclos de conferências. Também não sei como esperar produção científica de professores “turbos”, embora existam reconhecidamente professores com interesse pela investigação científica, cujo interesse é frustrado pelos cálculos erradamente economicistas dos proprietários das universidades.
Todo esse cenário é em muito resultado da natureza das pessoas que detêm as universidades. Na sua maioria, são uns meros “candogueiros” de ocasião, que estão convencidos que não é possível conciliar rendimentos económicos com o ensino de rigor e qualidade. O facto é que, as universidades mais caras do mundo, também são as mais reputadas. Um reitor da grande Universidade de Harvard ao ser questionado pelo facto da sua universidade ser das mais caras do mundo, sugeriu uma aposta na ignorância, que ao seu ver a médio e longo prazo sai sempre muito mais caro.
Grosso modo, os proprietários dos nossos projectos universitários, não têm sensibilidade académica, e mesmo quando confiam a reitoria da universidade a tipos com cultura académica, a verdade é que não deixam de se imiscuir nas questões de gestão académica e pedagógica. Sendo assim, ser reitor nessas universidades é uma tarefa inglória. Acontece, tal como nas equipas de futebol, em que os proprietários das mesmas, tendem a condicionar as opções técnicas do treinador.
Julgo ter apresentado, de forma analítica, os principais problemas que o nosso ensino superior apresenta, na segunda parte da nossa reflexão, apresentarei o que considero como as principais soluções do mesmo.
[1] Nota do editor, (Inácio Valentim), nesta obra Weber se vê surpreendido pela falta de crítica de jovens candidatos ao ensino, quando ele os perguntava: tu estarias disposto a ver um tipo que não sabe nada passar a tua frente e mesmo assim, continuarias no ensino? Os candidatos diziam que sim. Isso chocou a Weber porque começou a perceber que os candidatos não estavam ai porque tinham vocação, mas porque era para eles mais um trabalho, mais um lugar de ganha-pão. Dai segundo ele, os motivos para deterioração do ensino. Poderíamos sem problema alinhar esta obra aos diálogos platónicos da juventude, a guerra aos sofistas: Hípias Menor, Hípias Maior, Protágoras, Gorgias, Menexeno e Eutidemo. Mas de momento vamos contentar de ver esta análise à luz do texto de Weber.

terça-feira, 3 de fevereiro de 2009

PERSONA O NECESIDAD

El fenómeno de la globalización ha reducido el mundo a una especie de rincón del vecino. El circuito de información, transforma aquello que es distante y remoto en un acontecimiento cotidiano de nuestra vida y las pequeñas o grandes fatalidades entran en nuestras casas con una simultaneidad inexplicable. La ultima invasión americana en Irak es una prueba cierta de este avance tecnológico, al transformarse en una guerra en directo, en la tragedia en directo. En la Península Ibérica y Transalpina, en concreto, en España e Italia, el fenómeno de la tragedia en directo es sobre todo conocido por la violencia en los mares y por la intoxicación de la opinión pública. El dilema de “o todo o nada” que los subsaharianos enfrentan al arriesgar sus vidas en la travesía de los mares para alcanzar “el dorado”, se ha transformado en un espectáculo de venta de información, que a la vez desinformación y creación de una especie de compasión permisiva en la opinión publica, para con estos marineros de esperanza. Los rostros de la muerte que llegan a las playas españolas e italianas se han transformado por un lado en una alerta roja contra la invasión de los sub humanos, y por otro, suscita la solidaridad y la compasión permisiva de la sociedad.
Así, ante la necesidad de responder a esta dicotomía, han surgido dos polos; por un lado el mundo político que engloba a la sociedad civil y por otro la expresión religiosa que invoca la importancia de la caridad y la acogida de los necesitados.
En este contexto, la guerra de integración de estas almas que el destino condenó se hace en el circuito de estos dos polos. En la política, la inmigración fue siempre un tema de mucha polémica, porque puede dar votos y también puede quitarlos; todo depende del orador. Los gobiernos de la derecha tienden casi siempre, a ser más duros, más realistas, dicen ellos, saben que hoy, el nuevo ciudadano es sobre todo un consumidor, aquel que siente, vive y experimenta el peso de coste económico, aquel al que la euforia publicitaria obliga a adquirir cada vez más bienes materiales, sin pensar si puede o no pagarlos, sin pensar si tiene o no la posibilidad de mantenerse económicamente con un lujo desmedido. Los gobiernos de la derecha saben que este ciudadano es sobre todo un consumidor y no es un productor; de esta manera, el verdadero juego político reside en como mantener el ciudadano desde la desinformación. Así será más fácil para este ciudadano culpar a los otros, en vez de mirar a fondo la responsabilidad de sus actos. Para él es más fácil ignorar la imagen exuberante de sus vacaciones, los movimientos de la tarjeta de crédito y todo lo que tiene que ver con el consumo impuesto por la publicidad.
Los gobiernos de la derecha cuentan también con el apoyo de la enfermedad democrática, es decir, la envidia y los celos del hombre democrático, que de una manera general quiere ser igual o superior a los demás sin tener que hacer mucho esfuerzo para ello, lo que le permite con facilidad acusar a los que vienen de fuera y que trabajan de sol a sol para ganar su pan de cada dia. Para los gobiernos de derecha, jugar con el ciudadano consumidor es una forma de intentar disminuir la crisis que los Estados tienen, para movilizar y agregar los intereses del ciudadano divorciado de la política y de la vida partidaria, por lo tanto, la única manera de reducir este distanciamiento es hacer un llamamiento a la conciencia del ciudadano a través de la ira dirigida hacia los que son diferentes a él, los que vienen de fuera, los que están dispuestos a hacer el trabajo que él no acepta hacer.
En el otro extremo de la política está la utopía de la izquierda; rehén de su aparente compromiso con el Estado Social, se esfuerza en diluir la dicotomía entre la esfera pública y la esfera privada, un supuesto puente para el entendimiento entre la libertad y el poder económico. Para estos gobiernos de izquierda, el nuevo ciudadano es sobre todo aquel representado por la cuarta generación, también él es un consumidor, pero un consumidor preocupado por el ambiente, un consumidor preocupado por la inserción y la inclusión social de los que tienen más carencias y por la expansión de sus derechos sociales. En nombre de la ciudadanía de solidaridad y de masas, intenta extender el principio de integración y de acogida de los inmigrantes, sin embargo es necesario admitir que la principal aspiración del género humano, no es solo el ser acogido y respectado sino especialmente el ser aceptado por los demás. En esto consiste el problema de los gobiernos de izquierda, sobre todo en como hacer que su predisposición a la acogida y al respeto conduzcan a la aceptación del otro, sin que eso implique para ellos perder votos de sus electores.
El gobierno de izquierda también sabe que no es el único en disputar la atención a los pobres, a los más disminuidos, a los débiles y a los inmigrantes. El espacio de los pobres es un espacio que él tiene que compartir con la esfera religiosa y filantrópica; con las asociaciones de fines caritativos y humanistas, con la moda de aquellos que luchan por la igualdad del género humano y por los activistas de los derechos humanos. El gobierno de izquierda es consciente que el nuevo ciudadano ya no tiene interés en actuar contra el Estado sino en participar en la vida y en la política del Estado, aunque piense que la política ya no le interesa para nada. También están preocupados porque la sociedad sienta que el bienestar de la población está ser proporcionado no por el Estado, lo que es su obligación, sino por una entidad religiosa, de ahí la guerra del intervencionismo y de la publicidad caritativa. De esta manera en el caso inmigrante, la cuestión esta en intervenir para satisfacer las necesidades físicas o en intervenir desde la aspiración profunda de la persona humana.
Muchos de los conflictos de la no integración residen ahí. La persona es vista únicamente a partir de sus necesidades, de su pobreza, de su habla, de su cultura, de sus dificultades comunicativas, de los prejuicios… y pocas veces hay una preocupación por conocer lo que tiene en su interior, que es lo que le hace sentir feliz; tener un pan para comer o sentirse realizado como persona a partir de aquello que siente en el más íntimo de sí mismo. El intento engañoso de satisfacer a la persona a partir del exterior lleva a multiplicar los actos de caridad y consecuentemente elabora un proceso de indiferencia, de generosidad por generosidad, de sentimiento de superioridad en relación al ayudado e incentiva el principio de caridad como una expresión pública del acto religioso. Aquel que recibe es designado como mi prójimo y yo lo trato como tal pero sabiendo que en ningún momento él será mi prójimo, ¿por qué? La respuesta esta en la falta de amor, yo no lo veo como mi igual, porque él no es igual a mí, es más fácil reconocerlo como una víctima de una tragedia en directo, transformarlo en un objeto de caridad, ya sea en nombre de Dios o en nombre de una idea.
Como dice Hannah Arendt,”la Caritas implica más el conocimiento del amor que el del prójimo”, quien no tiene amor dentro de sí no puede nunca reconocer al otro como su prójimo. El gran problema de la caridad dentro del ambiente cristiano, es que ella puede conducirnos, solo a la preocupación de ser buenas personas por fuera; a cumplir ritos y a respetar leyes y normas, pero no a experimentar el amor desde una llamada profunda del interior. ¿Por qué? Porque la caridad es vivida muchas veces como un favor que se hace al otro, y no como una vocación o como una aspiración que nace desde lo más profundo de nuestro interior, es vivida como un sentimiento de obligación moral exterior para satisfacer las necesidades del otro, es vista como una observancia del deber religioso de una vida buena. El acto de caridad si es vivido religiosamente como una obligación y no como una aspiración a concretar la bondad, desvirtualiza desde luego el movimiento que se hace en dirección a la caridad. De que os sirve tenerlo todo; el conocimiento, hablar muchas lenguas, riquezas si no tenéis la CARITAS, así nos interroga San Pablo en su primera carta a los Corintios. Este cuestionamiento o exhortación condiciona doblemente el acto de dar libremente. En primer lugar en el plano religioso, parece que el hombre da porque Dios así lo quiere, actúa no porque tiene conciencia de la grandeza del acto de dar, sino porque la amistad con Dios implica que él se someta al juego de dar. En segundo lugar, la práctica tradicional de algunas religiones monoteístas, como es el caso del islamismo y del judaísmo, llega a veces a exigir a aquel que recibe la ayuda de la comunidad, la observancia de la obligación social y lo respeto por las leyes divinas, lo que también condiciona y no contribuye para que el acto de dar sea visto como una aspiración de bondad genuina para con el otro; y transforma el acto de caridad en una especie de asistencialismo. Tal y como dice Enrique Martínez Reguera, “la solidaridad y la tutela deberían considerarse contrarías, la solidaridad, que lo es verdaderamente, funciona en horizontal y se la reconoce porque propicia la autonomía inter pares; el asistencialismo funciona en vertical, busca control y dependencia”.
La concepción de la caridad como una obligación o como un principio religioso, abre camino, para la convivencia entre las ganas de actuar exteriormente en nombre de Dios delante de los demás, y la necesidad de honradez que tiene que ver con la intervención del hombre en la historia. En el primer caso, Dios es la justificación de la ayuda que se da al otro, por lo tanto es Dios y no la aspiración humana a la generosidad para con el otro, lo que moviliza, en el segundo caso, la ayuda es hecha en nombre del humanismo, porque el otro es como yo y merece tener o merece vivir una vida buena como yo. “El otro merece”, esta expresión “el otro merece” dicha así, vagamente, abre las puertas a todo tipo de reclamaciones y de manifestaciones en nombre del bien estar del otro, aunque ese otro, al que se propone ayudar, no se le reconozca y no se le identifique con nuestro formato y nuestro principio de ayuda. En el ámbito religioso, aquel que es ayudado puede preguntar en el silencio de su dolor en nombre de que Dios me está ayudando esta gente y en el ámbito del intervencionismo humanitario también puede preguntar, cuál es la contrapartida para esta buena acción humanitaria. Y es justamente en el dolor de su búsqueda profunda cuando él se vuelve a su Dios con estas palabras:
Tú estabas ahí y no dijiste nada?
Tú estabas entre nosotros, pero no sentí la presencia de tu justicia!
Fue debajo de tus ojos, en la tienda de tu tienda.
Fue en la fila para recibir tu cuerpo y tu sangre donde viví y note la misma noche
Tu estabas entre nosotros, mas no sentí la presencia de tu justicia.

El hombre que interroga así a Dios, es aquel que ha sido apadrinado por las dos formas de caridad; aquella que interviene en nombre de Dios y aquella que actúa en nombre del bien de la humanidad, en nombre del bien del hombre. En los dos casos, el don que viene de caridad queda desvirtuado, porque es ejecutado en función de una auto transformación y no en función del prójimo con quien me relaciono y en quien veo y siento a Dios. La caridad al ser transformada en una especie de dependencia pública del pobre en relación a los que tienen posesión y poder, se convierte en un veneno mortífero contra el pobre; porque este don representado por caridad, es recibido por él con vergüenza y queja, ya que representa el espejo de su falta de privacidad y de la falta de consideración que los demás pueden tener para con él; como dice Richard Sennett, “Dar a los otros puede ser una manera de manipularlos, y puede servir a la necesidad más personal de afirmar algo en nosotros mismos”. El amor al prójimo no puede nunca ser un trampolín para nuestra auto afirmación, porque el prójimo es un concepto que sólo viene después del descubrimiento del amor verdadero, Hannah Arendt lo expresa perfectamente en estas líneas.
“El prójimo es alguien a quien solo debemos ver en relación con Dios, no como una persona particular. El cristiano puede amar a todo el mundo porque cada persona es solo una ocasión (….) el enemigo e incluso el pecador (….) son meras ocasiones de amor. No es realmente al prójimo a quien se ama en este amor al próximo, sino al amor mismo”.
Para llegar a esta fase de amor que Arendt relata, aquel que ama, tiene que deshacerse del amor-propio, aquel deseo de ser superior a los otros y ser a la vez amado y venerado por ellos. Deshacerse de este amor puede permitirnos entrar en una ola de amor, que consiste no sólo en practicar el bien por el bien, sino especialmente, en favorecer una vida y una relación armoniosa con los demás. La caída del amor propio permite la manifestación de la voluntad por parte de los demás, inclusive de aquel que es “dependiente” de nuestra caridad, porque contribuye, para que aquel que recibe no se sienta sencillamente como una especie de guión, un formato del hombre dirigido del que Weber nos habla. Hacer que el ayudado se libere de la dependencia de la caridad, sería el primer acto verdadero de amor y de actuación con el prójimo.
Aquel que recibe debe poder disfrutar de la vida, sin vergüenza por recibir algo de los otros y sin etiquetas, por representar un fleco de la sociedad. Esta separación entre caridad de quien da y la intención de quien recibe sólo puede ser posible en un ambiente donde no hay un intervencionismo compasivo, cuya actuación muchas veces puede ser permisiva.
Dar por piedad puede ser contraproducente, porque implica en algunos casos, faltar el respeto a la humanidad del otro a través de un intervencionismo compasivo. Doy para estar de acuerdo con mi grandeza material. “Se hace bien a los necesitados prestando un servicio personal o dando dinero, la última forma es más fácil, en especial para los ricos; la primera, sin embargo, es la más noble, la más espléndida y la más digna de un hombre valiente e ilustre”, dice Cicerón. Estar junto al débil compartiendo su experiencia humana es mucho más ennoblecedor para él que llenarle la casa con unas latas de atún o de Coca-Cola. Comer es sin duda una necesidad, sin embargo, saber que puede encontrar alguien por unas horas para compartir sus sueños rotos, sus planes fallidos, el miedo a la incertidumbre del mañana, puede ser para él, el inicio de la valorización de la vida, porque supone sentir que alguien le ayuda en su aspiración, es sentir que alguien lo mira con una mirada que va más allá de sus necesidades físicas.
La compasión puede herir cuando no se presenta como un acto de solidaridad sino de superioridad. Cuando se mira al otro con una mirada de superioridad, ¡pobrecitos!, y no como la parte integrante del sufrimiento, esto es, la humanidad que se rebela contra la injusticia. Los que son ayudados deben sentir que son una causa humana y no un espacio de entretenimiento, un momento para pasar el rato, para rellenar el vacío provocado por la reforma o incluso, un espacio para hacer el currículo social. Este tipo de actitud forma parte de una compasión sentimental, que difiere naturalmente, del acto de caridad que consiste en hacer el bien por amor al otro no en nombre de un Dios o de un humanitarismo, sino en nombre de la conciencia humana, en nombre de la aspiración profunda a responder los designios de la bondad humana. El otro en quien reconozco mi humanidad, el otro que me ayuda a ver la paradoja entre vivir e intentar sobrevivir.
El gran desencuentro entre quien ayuda y aquel que es ayudado reside muchas veces en el hecho de que la clase media que ayuda, no siempre consigue percibir cuando su actuación es una actuación sentimental, que puede transformar el acto de caridad en un hecho problemático. Quien actúa para ayudar, termina por ser generador de problemas, en lugar de mediador de estos y se convierte a su vez, en un problema para los demás porque él mismo es un problema. No es raro que personas como San Agustín, que pensaron con responsabilidad sobre este hecho, puedan llegar a esta conclusión, “Me he convertido en un problema para mí mismo”.
La convivencia entre la riqueza y la pobreza, en otras palabras, entre ricos y pobres, facilita muchas veces el desarrollo de las sensibilidades negativas, esto es, quien es ayudado esta mucho más susceptible a interpretar el daño de lo que nosotros imaginamos. Sobre todo, cuando se trata de personas conscientes de su estado social, ellas tienden siempre a cuestionar la originalidad y la ingenuidad del hecho de ayuda. El hecho de dar es sin duda un hecho noble, pero quizás sea el hecho noble más peligroso con el que el hombre se enfrenta en su día a día. Aquel que recibe debe sentir el don del otro como una entrega confiada, una especie de abandono beneficioso, incluso cuando este abandono implica instrucción para quien lo recibe. El salmista lo dice bien en estos versos:
Que mi oración delante de ti
Se eleva como el incienso
Y mis manos como la ofrenda de la tarde.
El don gratuito no es aquel que no exige contrapartida, sino aquel que siembra para que el que lo recibe acoja el beneficio consciente del dador. No es porque damos las gracias a Dios que Él se siente agradecido, dice San Agustín, sino porque nosotros tomamos conciencia de cuanto somos amados y de cuanto bien estamos recibiendo. ¿Por qué? porque la caridad de Dios no hiere, actúa en nosotros de acuerdo con nuestra unicidad. Dios es el bello que consigue hablar con el feo, porque conoce y respeta los límites de la rutina del feo, algo que el intervencionista moderno no consigue hacer. “No es fácil que el bello y el feo hablen entre sí de sus cuerpos; la gente de vida afortunada tiene dificultades para “relacionarse” con la experiencia de gente forzada a permanecer en la estrechez de las rutinas”. A veces quien recibe da mucho valor al don no tanto por la importancia del vínculo que establece, sino sobre todo, porque el gesto de recibir le revela su falta de confianza en sí mismo.
El hecho de la caridad actúa en el otro como los gestos de un trabajador social actúan en los cuerpos de las personas ancianas o en los de los discapacitados físicos y psíquicos, el trabajador social sabe que al contactar con el cuerpo de estas personas, invade, entra en la parte más sagrada que tienen de sí. Sabe que el hecho de ceder el cuerpo desnudo involuntariamente, sólo acontece en casos de impotencia, es por ello, que cada gesto y cada movimiento de este trabajador debe consistir en decir a aquel que recibe, “estoy aquí no para tratarte como un niño o como un invalido, sino justamente para compartir los caminos y las circunstancias de la vida contigo”. Quien en estos casos, sabe que sus gestos requieren siempre una explicación para el otro, esto es, para quien recibe. Es por ello que estos gestos deben poder revelar al receptor que él está ahí, para mover en cuerpo sencillamente porque él no lo puede hacer por si mismo; los gestos de quien interviene deben poder decir al receptor, “yo quiero mantener intacta la consagración de tu cuerpo”. Esta consagración es benéfica para quien da y es benéfica para quien recibe, la comunión entre la consagración del gesto de quien da y el gesto de quien recibe contribuye a romper el infierno de la “fatiga de la compasión” aquel estado en que el dador ya no sabe como actuar porque ya no confía en su actuación y porque para él, el receptor se va transformando poco a poco en alguien que no merece su don y su esfuerzo. De esta manera, el cruce entre las ganas de ayudar y el sentimiento de impotencia, nos conduce a una especie de tolerancia para con las situaciones de sufrimiento, que acabamos transformando lentamente en sentimiento de respeto para con el otro aunque sin sentir amor para él. Así, como no tenemos amor, actuamos con respecto y consecuentemente actuamos con hipocresía, ya que nuestra actuación consiste únicamente en la creación de un mecanismo de auto transformación.
Para quien da, la conciencia de límite puede ser un acto de mucha frustración. La “fatiga de la compasión” es un acto de la conciencia de límite, luego es un acto de frustración, ya que pone delante del dador situaciones de mucha necesidad y en contrapartida, le ofrece como solución, la ausencia de la disponibilidad, la queja por no poder llegar a más, la impotencia al sentir que no puede corresponder a todas las necesidades, ya que cada necesidad parece ser más urgente o más importante que la otra. La conciencia de los límites también muestra como en realidad, los antiguos tenían razón cuando decían que “el hombre es la medida de todas las cosas”. Aquí en este caso concreto, el agotamiento que el sufrimiento provoca sobre quien da, quien ofrece, quien ayuda, hace que muchas realidades de los ayudados se transformen sencillamente en una especie de preceptos que emanan de la compasión. El sentimiento de compasión es un sentimiento que nos hace ver a los otros como inferiores a nosotros, “los pobrecitos”. A partir de esta visión, nuestra relación con el otro, deja de ser una relación de iguales, se convierte en una relación donde ya no podemos creer que a pesar de todo, este otro puede tener algo que ofrecernos; dejamos de creer que a pesar de todo podemos aprender alguna cosa en nuestro contacto con el otro y dejamos de creer que nuestro encuentro puede tener algo de enriquecedor para nosotros. ¿Por qué? Porque el dolor y la situación real del otro ya no nos ayudan a encontrar nuestro horizonte de partida, ya no nos llenan de expectativas. La situación real del otro hace caer la montaña de nuestro sueño humanista, idealista o religioso.
La dura situación del otro nos lleva a preguntarnos si realmente estamos en el lugar apropiado y pone en cuestionamiento, también nuestra buena disposición, nuestro voluntariado. Y, cuando miramos para atrás, nos quedamos con la idea de haber perdido nuestro precioso tiempo y entramos en el resentimiento, nos culpamos a nosotros mismos por nuestra ingenuidad y culpamos el otro por su compromiso con el sufrimiento y por su fraternidad con la apatía dolorosa de “sea lo que Dios quiera”. Los caminos entonces divergen, la buena disposición de quien ayuda parece encontrar el punto de su fracaso delante de los verdaderos límites humanos y aquel que es ayudado vuelve de nuevo a su perdición existencial, sin haber descubierto nada o casi nada, esto es debido a que la ayuda que tuvo fue siempre para satisfacer su necesidad física y no para crecer y descubrir sus verdaderas aspiraciones, por eso se le presenta una verdadera pregunta: y mañana, ¿Qué sucederá? ¿Qué me va acontecer?
Tal como es imposible comprender un discurso griego o latino
si no se sabe griego o latín, así para quien no ama, el amor es una lengua bárbara.
San Bernardo, Sermón LXXIX.