terça-feira, 3 de fevereiro de 2009

PERSONA O NECESIDAD

El fenómeno de la globalización ha reducido el mundo a una especie de rincón del vecino. El circuito de información, transforma aquello que es distante y remoto en un acontecimiento cotidiano de nuestra vida y las pequeñas o grandes fatalidades entran en nuestras casas con una simultaneidad inexplicable. La ultima invasión americana en Irak es una prueba cierta de este avance tecnológico, al transformarse en una guerra en directo, en la tragedia en directo. En la Península Ibérica y Transalpina, en concreto, en España e Italia, el fenómeno de la tragedia en directo es sobre todo conocido por la violencia en los mares y por la intoxicación de la opinión pública. El dilema de “o todo o nada” que los subsaharianos enfrentan al arriesgar sus vidas en la travesía de los mares para alcanzar “el dorado”, se ha transformado en un espectáculo de venta de información, que a la vez desinformación y creación de una especie de compasión permisiva en la opinión publica, para con estos marineros de esperanza. Los rostros de la muerte que llegan a las playas españolas e italianas se han transformado por un lado en una alerta roja contra la invasión de los sub humanos, y por otro, suscita la solidaridad y la compasión permisiva de la sociedad.
Así, ante la necesidad de responder a esta dicotomía, han surgido dos polos; por un lado el mundo político que engloba a la sociedad civil y por otro la expresión religiosa que invoca la importancia de la caridad y la acogida de los necesitados.
En este contexto, la guerra de integración de estas almas que el destino condenó se hace en el circuito de estos dos polos. En la política, la inmigración fue siempre un tema de mucha polémica, porque puede dar votos y también puede quitarlos; todo depende del orador. Los gobiernos de la derecha tienden casi siempre, a ser más duros, más realistas, dicen ellos, saben que hoy, el nuevo ciudadano es sobre todo un consumidor, aquel que siente, vive y experimenta el peso de coste económico, aquel al que la euforia publicitaria obliga a adquirir cada vez más bienes materiales, sin pensar si puede o no pagarlos, sin pensar si tiene o no la posibilidad de mantenerse económicamente con un lujo desmedido. Los gobiernos de la derecha saben que este ciudadano es sobre todo un consumidor y no es un productor; de esta manera, el verdadero juego político reside en como mantener el ciudadano desde la desinformación. Así será más fácil para este ciudadano culpar a los otros, en vez de mirar a fondo la responsabilidad de sus actos. Para él es más fácil ignorar la imagen exuberante de sus vacaciones, los movimientos de la tarjeta de crédito y todo lo que tiene que ver con el consumo impuesto por la publicidad.
Los gobiernos de la derecha cuentan también con el apoyo de la enfermedad democrática, es decir, la envidia y los celos del hombre democrático, que de una manera general quiere ser igual o superior a los demás sin tener que hacer mucho esfuerzo para ello, lo que le permite con facilidad acusar a los que vienen de fuera y que trabajan de sol a sol para ganar su pan de cada dia. Para los gobiernos de derecha, jugar con el ciudadano consumidor es una forma de intentar disminuir la crisis que los Estados tienen, para movilizar y agregar los intereses del ciudadano divorciado de la política y de la vida partidaria, por lo tanto, la única manera de reducir este distanciamiento es hacer un llamamiento a la conciencia del ciudadano a través de la ira dirigida hacia los que son diferentes a él, los que vienen de fuera, los que están dispuestos a hacer el trabajo que él no acepta hacer.
En el otro extremo de la política está la utopía de la izquierda; rehén de su aparente compromiso con el Estado Social, se esfuerza en diluir la dicotomía entre la esfera pública y la esfera privada, un supuesto puente para el entendimiento entre la libertad y el poder económico. Para estos gobiernos de izquierda, el nuevo ciudadano es sobre todo aquel representado por la cuarta generación, también él es un consumidor, pero un consumidor preocupado por el ambiente, un consumidor preocupado por la inserción y la inclusión social de los que tienen más carencias y por la expansión de sus derechos sociales. En nombre de la ciudadanía de solidaridad y de masas, intenta extender el principio de integración y de acogida de los inmigrantes, sin embargo es necesario admitir que la principal aspiración del género humano, no es solo el ser acogido y respectado sino especialmente el ser aceptado por los demás. En esto consiste el problema de los gobiernos de izquierda, sobre todo en como hacer que su predisposición a la acogida y al respeto conduzcan a la aceptación del otro, sin que eso implique para ellos perder votos de sus electores.
El gobierno de izquierda también sabe que no es el único en disputar la atención a los pobres, a los más disminuidos, a los débiles y a los inmigrantes. El espacio de los pobres es un espacio que él tiene que compartir con la esfera religiosa y filantrópica; con las asociaciones de fines caritativos y humanistas, con la moda de aquellos que luchan por la igualdad del género humano y por los activistas de los derechos humanos. El gobierno de izquierda es consciente que el nuevo ciudadano ya no tiene interés en actuar contra el Estado sino en participar en la vida y en la política del Estado, aunque piense que la política ya no le interesa para nada. También están preocupados porque la sociedad sienta que el bienestar de la población está ser proporcionado no por el Estado, lo que es su obligación, sino por una entidad religiosa, de ahí la guerra del intervencionismo y de la publicidad caritativa. De esta manera en el caso inmigrante, la cuestión esta en intervenir para satisfacer las necesidades físicas o en intervenir desde la aspiración profunda de la persona humana.
Muchos de los conflictos de la no integración residen ahí. La persona es vista únicamente a partir de sus necesidades, de su pobreza, de su habla, de su cultura, de sus dificultades comunicativas, de los prejuicios… y pocas veces hay una preocupación por conocer lo que tiene en su interior, que es lo que le hace sentir feliz; tener un pan para comer o sentirse realizado como persona a partir de aquello que siente en el más íntimo de sí mismo. El intento engañoso de satisfacer a la persona a partir del exterior lleva a multiplicar los actos de caridad y consecuentemente elabora un proceso de indiferencia, de generosidad por generosidad, de sentimiento de superioridad en relación al ayudado e incentiva el principio de caridad como una expresión pública del acto religioso. Aquel que recibe es designado como mi prójimo y yo lo trato como tal pero sabiendo que en ningún momento él será mi prójimo, ¿por qué? La respuesta esta en la falta de amor, yo no lo veo como mi igual, porque él no es igual a mí, es más fácil reconocerlo como una víctima de una tragedia en directo, transformarlo en un objeto de caridad, ya sea en nombre de Dios o en nombre de una idea.
Como dice Hannah Arendt,”la Caritas implica más el conocimiento del amor que el del prójimo”, quien no tiene amor dentro de sí no puede nunca reconocer al otro como su prójimo. El gran problema de la caridad dentro del ambiente cristiano, es que ella puede conducirnos, solo a la preocupación de ser buenas personas por fuera; a cumplir ritos y a respetar leyes y normas, pero no a experimentar el amor desde una llamada profunda del interior. ¿Por qué? Porque la caridad es vivida muchas veces como un favor que se hace al otro, y no como una vocación o como una aspiración que nace desde lo más profundo de nuestro interior, es vivida como un sentimiento de obligación moral exterior para satisfacer las necesidades del otro, es vista como una observancia del deber religioso de una vida buena. El acto de caridad si es vivido religiosamente como una obligación y no como una aspiración a concretar la bondad, desvirtualiza desde luego el movimiento que se hace en dirección a la caridad. De que os sirve tenerlo todo; el conocimiento, hablar muchas lenguas, riquezas si no tenéis la CARITAS, así nos interroga San Pablo en su primera carta a los Corintios. Este cuestionamiento o exhortación condiciona doblemente el acto de dar libremente. En primer lugar en el plano religioso, parece que el hombre da porque Dios así lo quiere, actúa no porque tiene conciencia de la grandeza del acto de dar, sino porque la amistad con Dios implica que él se someta al juego de dar. En segundo lugar, la práctica tradicional de algunas religiones monoteístas, como es el caso del islamismo y del judaísmo, llega a veces a exigir a aquel que recibe la ayuda de la comunidad, la observancia de la obligación social y lo respeto por las leyes divinas, lo que también condiciona y no contribuye para que el acto de dar sea visto como una aspiración de bondad genuina para con el otro; y transforma el acto de caridad en una especie de asistencialismo. Tal y como dice Enrique Martínez Reguera, “la solidaridad y la tutela deberían considerarse contrarías, la solidaridad, que lo es verdaderamente, funciona en horizontal y se la reconoce porque propicia la autonomía inter pares; el asistencialismo funciona en vertical, busca control y dependencia”.
La concepción de la caridad como una obligación o como un principio religioso, abre camino, para la convivencia entre las ganas de actuar exteriormente en nombre de Dios delante de los demás, y la necesidad de honradez que tiene que ver con la intervención del hombre en la historia. En el primer caso, Dios es la justificación de la ayuda que se da al otro, por lo tanto es Dios y no la aspiración humana a la generosidad para con el otro, lo que moviliza, en el segundo caso, la ayuda es hecha en nombre del humanismo, porque el otro es como yo y merece tener o merece vivir una vida buena como yo. “El otro merece”, esta expresión “el otro merece” dicha así, vagamente, abre las puertas a todo tipo de reclamaciones y de manifestaciones en nombre del bien estar del otro, aunque ese otro, al que se propone ayudar, no se le reconozca y no se le identifique con nuestro formato y nuestro principio de ayuda. En el ámbito religioso, aquel que es ayudado puede preguntar en el silencio de su dolor en nombre de que Dios me está ayudando esta gente y en el ámbito del intervencionismo humanitario también puede preguntar, cuál es la contrapartida para esta buena acción humanitaria. Y es justamente en el dolor de su búsqueda profunda cuando él se vuelve a su Dios con estas palabras:
Tú estabas ahí y no dijiste nada?
Tú estabas entre nosotros, pero no sentí la presencia de tu justicia!
Fue debajo de tus ojos, en la tienda de tu tienda.
Fue en la fila para recibir tu cuerpo y tu sangre donde viví y note la misma noche
Tu estabas entre nosotros, mas no sentí la presencia de tu justicia.

El hombre que interroga así a Dios, es aquel que ha sido apadrinado por las dos formas de caridad; aquella que interviene en nombre de Dios y aquella que actúa en nombre del bien de la humanidad, en nombre del bien del hombre. En los dos casos, el don que viene de caridad queda desvirtuado, porque es ejecutado en función de una auto transformación y no en función del prójimo con quien me relaciono y en quien veo y siento a Dios. La caridad al ser transformada en una especie de dependencia pública del pobre en relación a los que tienen posesión y poder, se convierte en un veneno mortífero contra el pobre; porque este don representado por caridad, es recibido por él con vergüenza y queja, ya que representa el espejo de su falta de privacidad y de la falta de consideración que los demás pueden tener para con él; como dice Richard Sennett, “Dar a los otros puede ser una manera de manipularlos, y puede servir a la necesidad más personal de afirmar algo en nosotros mismos”. El amor al prójimo no puede nunca ser un trampolín para nuestra auto afirmación, porque el prójimo es un concepto que sólo viene después del descubrimiento del amor verdadero, Hannah Arendt lo expresa perfectamente en estas líneas.
“El prójimo es alguien a quien solo debemos ver en relación con Dios, no como una persona particular. El cristiano puede amar a todo el mundo porque cada persona es solo una ocasión (….) el enemigo e incluso el pecador (….) son meras ocasiones de amor. No es realmente al prójimo a quien se ama en este amor al próximo, sino al amor mismo”.
Para llegar a esta fase de amor que Arendt relata, aquel que ama, tiene que deshacerse del amor-propio, aquel deseo de ser superior a los otros y ser a la vez amado y venerado por ellos. Deshacerse de este amor puede permitirnos entrar en una ola de amor, que consiste no sólo en practicar el bien por el bien, sino especialmente, en favorecer una vida y una relación armoniosa con los demás. La caída del amor propio permite la manifestación de la voluntad por parte de los demás, inclusive de aquel que es “dependiente” de nuestra caridad, porque contribuye, para que aquel que recibe no se sienta sencillamente como una especie de guión, un formato del hombre dirigido del que Weber nos habla. Hacer que el ayudado se libere de la dependencia de la caridad, sería el primer acto verdadero de amor y de actuación con el prójimo.
Aquel que recibe debe poder disfrutar de la vida, sin vergüenza por recibir algo de los otros y sin etiquetas, por representar un fleco de la sociedad. Esta separación entre caridad de quien da y la intención de quien recibe sólo puede ser posible en un ambiente donde no hay un intervencionismo compasivo, cuya actuación muchas veces puede ser permisiva.
Dar por piedad puede ser contraproducente, porque implica en algunos casos, faltar el respeto a la humanidad del otro a través de un intervencionismo compasivo. Doy para estar de acuerdo con mi grandeza material. “Se hace bien a los necesitados prestando un servicio personal o dando dinero, la última forma es más fácil, en especial para los ricos; la primera, sin embargo, es la más noble, la más espléndida y la más digna de un hombre valiente e ilustre”, dice Cicerón. Estar junto al débil compartiendo su experiencia humana es mucho más ennoblecedor para él que llenarle la casa con unas latas de atún o de Coca-Cola. Comer es sin duda una necesidad, sin embargo, saber que puede encontrar alguien por unas horas para compartir sus sueños rotos, sus planes fallidos, el miedo a la incertidumbre del mañana, puede ser para él, el inicio de la valorización de la vida, porque supone sentir que alguien le ayuda en su aspiración, es sentir que alguien lo mira con una mirada que va más allá de sus necesidades físicas.
La compasión puede herir cuando no se presenta como un acto de solidaridad sino de superioridad. Cuando se mira al otro con una mirada de superioridad, ¡pobrecitos!, y no como la parte integrante del sufrimiento, esto es, la humanidad que se rebela contra la injusticia. Los que son ayudados deben sentir que son una causa humana y no un espacio de entretenimiento, un momento para pasar el rato, para rellenar el vacío provocado por la reforma o incluso, un espacio para hacer el currículo social. Este tipo de actitud forma parte de una compasión sentimental, que difiere naturalmente, del acto de caridad que consiste en hacer el bien por amor al otro no en nombre de un Dios o de un humanitarismo, sino en nombre de la conciencia humana, en nombre de la aspiración profunda a responder los designios de la bondad humana. El otro en quien reconozco mi humanidad, el otro que me ayuda a ver la paradoja entre vivir e intentar sobrevivir.
El gran desencuentro entre quien ayuda y aquel que es ayudado reside muchas veces en el hecho de que la clase media que ayuda, no siempre consigue percibir cuando su actuación es una actuación sentimental, que puede transformar el acto de caridad en un hecho problemático. Quien actúa para ayudar, termina por ser generador de problemas, en lugar de mediador de estos y se convierte a su vez, en un problema para los demás porque él mismo es un problema. No es raro que personas como San Agustín, que pensaron con responsabilidad sobre este hecho, puedan llegar a esta conclusión, “Me he convertido en un problema para mí mismo”.
La convivencia entre la riqueza y la pobreza, en otras palabras, entre ricos y pobres, facilita muchas veces el desarrollo de las sensibilidades negativas, esto es, quien es ayudado esta mucho más susceptible a interpretar el daño de lo que nosotros imaginamos. Sobre todo, cuando se trata de personas conscientes de su estado social, ellas tienden siempre a cuestionar la originalidad y la ingenuidad del hecho de ayuda. El hecho de dar es sin duda un hecho noble, pero quizás sea el hecho noble más peligroso con el que el hombre se enfrenta en su día a día. Aquel que recibe debe sentir el don del otro como una entrega confiada, una especie de abandono beneficioso, incluso cuando este abandono implica instrucción para quien lo recibe. El salmista lo dice bien en estos versos:
Que mi oración delante de ti
Se eleva como el incienso
Y mis manos como la ofrenda de la tarde.
El don gratuito no es aquel que no exige contrapartida, sino aquel que siembra para que el que lo recibe acoja el beneficio consciente del dador. No es porque damos las gracias a Dios que Él se siente agradecido, dice San Agustín, sino porque nosotros tomamos conciencia de cuanto somos amados y de cuanto bien estamos recibiendo. ¿Por qué? porque la caridad de Dios no hiere, actúa en nosotros de acuerdo con nuestra unicidad. Dios es el bello que consigue hablar con el feo, porque conoce y respeta los límites de la rutina del feo, algo que el intervencionista moderno no consigue hacer. “No es fácil que el bello y el feo hablen entre sí de sus cuerpos; la gente de vida afortunada tiene dificultades para “relacionarse” con la experiencia de gente forzada a permanecer en la estrechez de las rutinas”. A veces quien recibe da mucho valor al don no tanto por la importancia del vínculo que establece, sino sobre todo, porque el gesto de recibir le revela su falta de confianza en sí mismo.
El hecho de la caridad actúa en el otro como los gestos de un trabajador social actúan en los cuerpos de las personas ancianas o en los de los discapacitados físicos y psíquicos, el trabajador social sabe que al contactar con el cuerpo de estas personas, invade, entra en la parte más sagrada que tienen de sí. Sabe que el hecho de ceder el cuerpo desnudo involuntariamente, sólo acontece en casos de impotencia, es por ello, que cada gesto y cada movimiento de este trabajador debe consistir en decir a aquel que recibe, “estoy aquí no para tratarte como un niño o como un invalido, sino justamente para compartir los caminos y las circunstancias de la vida contigo”. Quien en estos casos, sabe que sus gestos requieren siempre una explicación para el otro, esto es, para quien recibe. Es por ello que estos gestos deben poder revelar al receptor que él está ahí, para mover en cuerpo sencillamente porque él no lo puede hacer por si mismo; los gestos de quien interviene deben poder decir al receptor, “yo quiero mantener intacta la consagración de tu cuerpo”. Esta consagración es benéfica para quien da y es benéfica para quien recibe, la comunión entre la consagración del gesto de quien da y el gesto de quien recibe contribuye a romper el infierno de la “fatiga de la compasión” aquel estado en que el dador ya no sabe como actuar porque ya no confía en su actuación y porque para él, el receptor se va transformando poco a poco en alguien que no merece su don y su esfuerzo. De esta manera, el cruce entre las ganas de ayudar y el sentimiento de impotencia, nos conduce a una especie de tolerancia para con las situaciones de sufrimiento, que acabamos transformando lentamente en sentimiento de respeto para con el otro aunque sin sentir amor para él. Así, como no tenemos amor, actuamos con respecto y consecuentemente actuamos con hipocresía, ya que nuestra actuación consiste únicamente en la creación de un mecanismo de auto transformación.
Para quien da, la conciencia de límite puede ser un acto de mucha frustración. La “fatiga de la compasión” es un acto de la conciencia de límite, luego es un acto de frustración, ya que pone delante del dador situaciones de mucha necesidad y en contrapartida, le ofrece como solución, la ausencia de la disponibilidad, la queja por no poder llegar a más, la impotencia al sentir que no puede corresponder a todas las necesidades, ya que cada necesidad parece ser más urgente o más importante que la otra. La conciencia de los límites también muestra como en realidad, los antiguos tenían razón cuando decían que “el hombre es la medida de todas las cosas”. Aquí en este caso concreto, el agotamiento que el sufrimiento provoca sobre quien da, quien ofrece, quien ayuda, hace que muchas realidades de los ayudados se transformen sencillamente en una especie de preceptos que emanan de la compasión. El sentimiento de compasión es un sentimiento que nos hace ver a los otros como inferiores a nosotros, “los pobrecitos”. A partir de esta visión, nuestra relación con el otro, deja de ser una relación de iguales, se convierte en una relación donde ya no podemos creer que a pesar de todo, este otro puede tener algo que ofrecernos; dejamos de creer que a pesar de todo podemos aprender alguna cosa en nuestro contacto con el otro y dejamos de creer que nuestro encuentro puede tener algo de enriquecedor para nosotros. ¿Por qué? Porque el dolor y la situación real del otro ya no nos ayudan a encontrar nuestro horizonte de partida, ya no nos llenan de expectativas. La situación real del otro hace caer la montaña de nuestro sueño humanista, idealista o religioso.
La dura situación del otro nos lleva a preguntarnos si realmente estamos en el lugar apropiado y pone en cuestionamiento, también nuestra buena disposición, nuestro voluntariado. Y, cuando miramos para atrás, nos quedamos con la idea de haber perdido nuestro precioso tiempo y entramos en el resentimiento, nos culpamos a nosotros mismos por nuestra ingenuidad y culpamos el otro por su compromiso con el sufrimiento y por su fraternidad con la apatía dolorosa de “sea lo que Dios quiera”. Los caminos entonces divergen, la buena disposición de quien ayuda parece encontrar el punto de su fracaso delante de los verdaderos límites humanos y aquel que es ayudado vuelve de nuevo a su perdición existencial, sin haber descubierto nada o casi nada, esto es debido a que la ayuda que tuvo fue siempre para satisfacer su necesidad física y no para crecer y descubrir sus verdaderas aspiraciones, por eso se le presenta una verdadera pregunta: y mañana, ¿Qué sucederá? ¿Qué me va acontecer?
Tal como es imposible comprender un discurso griego o latino
si no se sabe griego o latín, así para quien no ama, el amor es una lengua bárbara.
San Bernardo, Sermón LXXIX.

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