terça-feira, 16 de junho de 2009

LA TEOCRACIA

II. Þ Joseph de Maistre. De Maistre y Louis de Bonald (de quien no hablaremos aquí), abren la era de la teocracia. Son designados como “teócratas” porque ponen a la cabeza de la sociedad que ellos quieren formar a Dios y la religión. De Maistre era de origen noble –de la llamada nobleza de toga-, porque el rey de Cerdeña había concedido la nobleza a su padre al haberle éste ayudado en la codificación de las leyes del reino.
Miembro de la masonería, de Maistre sufrirá influencias profundas de Saint-Martin, un místico francés, lo que no le impedirá ser a la vez un “buen” católico. En su principal obra: “Consideración sobre Francia”, en la cual este trabajo se centrará, de Maistre lo empieza en un tono humilde, contraponiendo las obras hechas por el Hombre y las hechas por Dios. La fidelidad a la tradición sería una manera de mantener y de respetar la voluntad de Dios sobre la tierra. Por eso mismo, de Maistre formulará en la Asamblea constituyente su voto de apoyo al triunfo de la monarquía. (Godechot 1961, 97).
Las cosas cambian radicalmente para de Maistre tras la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. A partir de este momento, de Maistre toma conciencia de que, definitivamente, el antiguo régimen no podrá ser ya recuperado. Este sentimiento se acentuará con su lectura de la obra de Burke. De Maistre pasa entonces de ser partidario de la revolución a convertirse en su adversario implacable. Esta actitud tiene que ver también con el hecho de que Francia declarase la guerra a Saboya. De Maistre anima a la población para que se enfrente a Francia con las armas, pero muy pronto se da cuenta de que la población estaba con los franceses, y eso lo decepciona. Adopta entonces una posición extrema: rechaza pagar el impuesto de guerra; y esto le obliga a huir a Suiza. Naturalmente, en Suiza encuentra muchos intelectuales con los cuales hablará a menudo sobre Francia, pero al ser nombrado agente del rey de Saboya, su trabajo consistirá en incitar al odio contra Francia. Escribe entonces, en 1793 : Lettre d’un royaliste savoisien à ses compatriotes. Se rebelará contra el contrato social y, fuertemente influido por Burke, hará una apología de los prejuicios y condenará la “utopía” de los revolucionarios al pensar que todos los hombres están hechos para ser libres.

“(....) Redactar un pacto social es algo sin sentido. El arte de reformar no reside en la total inversión de las instituciones para después reconstruirlas a través de teorías abstractas y ideales, sino, al contrario, en remitirlas a principios internos y escondidos que es necesario descubrir a través de la historia”[1] (Godechot, 100).

Esta es claramente una influencia de Burke. Encontramos aquí la lucha de Burke contra la filosofía (lo abstracto) y su defensa continua en favor de la tradición y de la historia. Para Burke como para de Maistre, la verdadera constitución de un país está en los principios históricos escondidos. El hombre político tiene que tener habilidad para interpretar estos principios escondidos sin romper con el pasado histórico de un pueblo. Así mismo, en la línea de Burke, de Maistre va recusar la abolición de los privilegios de los nobles, porque para él, “los privilegios de la aristocracia corresponden a las funciones” desempeñadas (Godechot, 101), de modo que, sin esos privilegios, el principio político desaparecería. Una idea, ésta, que no es de Burke ni tampoco de Maistre, sino de Montesquieu, para quien la honra es el principio político en un gobernó monárquico: “Hay un código que nos ha sido transmitido y que no debe ser alterado” (Montesquieu, Libro III, VI, 36). Eso quiere decir que hay que respetar la continuidad histórica de las cosas.
De Maistre piensa que la revolución de Francia es a pesar de todo, consecuencia de un estado moral y religioso catastrófico que se vive en toda Europa. Esta revolución tanto podría haber acontecido en Francia como en cualquier parte de Europa. Propone por eso una restauración moral y religiosa en toda Europa, y eso será el objetivo de su gran obra. El objetivo de de Maistre es crear un nuevo orden, un nuevo régimen basado en la religión. Las consideraciones sobre Francia de de Maistre presentan una clara oposición al Contrato social de Rousseau. Los dos empiezan sus obras respectivas en posiciones antagónicas.
Þ Para Rousseau,Þ « El hombre ha nacido libre y por doquier se halla encadenado. El que se cree amo de los otros no deja de ser más esclavo que éstos. ¿Cómo se ha producido este hecho? Lo ignoro. ¿Qué es lo que ha podido convertirlo en legítimo? Creo poder responder esa pregunta. Si no tomase en consideración más que la fuerza y el efecto que de ella deriva, diría que un pueblo que se vea obligado a obedecer, y lo haga, hará bien ; y que tan pronto como pueda sacudirse el yugo y en efecto se lo quite de encima, hará aún mejor ; porque, al recobrar su libertad por el mismo derecho que se le había arrebatado, o tiene razón en volverla a tomar, o no la tenía cuando se la quitaron. Pero el orden social es un derecho sagrado que sirve de base a todos los demás. Sin embargo, este derecho no procede de la naturaleza, sino que está fundado en convenciones. De lo que se trata ahora es de saber cuáles son esas convenciones. Pero antes debo establecer aquello que acabo de adelantar.[2]».
Para Rousseau, la libertad es esencial, el fundamento indispensable para un trato justo entre los hombres. Ninguna ley puede ser anterior a ella, ni tampoco el uso de fuerza puede ser un instrumento para crear y legitimar una ley. Así, en un primer momento, antes del contrato, la obediencia a las instituciones conduce derechamente a la revuelta y la subversión de esas mismas instituciones, porque ellas no son resultado de contrato, sino de conquista y de fuerza. En cambio, De Maistre ofrece otra versión, a partir de un punto de vista histórico, y sobre todo, a partir de la convicción de que el hombre, cuando obedece voluntariamente al orden y a su Creador, coopera en el bien de todos, porque no interrumpe los planes divinos.

“Todos nosotros estamos ligados al trono del Ser supremo por una sutil cadena que nos retiene sin sujetarnos. Lo más admirable del orden universal de las cosas es la acción de seres libres bajo la mano divina. Libremente esclavos, operan a la vez voluntaria y necesariamente: hacen realmente lo que ellos quieren, pero sin perturbar por ello los planes generales. Cada uno de esos seres ocupa el centro de una esfera de actividad cuyo diámetro varía según el propósito del eterno geómetra, que sabe extender, restringir, detener o dirigir la voluntad sin alterar la naturaleza de ésta.”[3]

Para de Maistre, no es sólo importante el lugar de Dios en la política, sino también en el mantenimiento del orden público. Las sociedades, sean públicas o privadas, no pueden funcionar sin una sombra de Dios, sin una idea de Dios. La destrucción pública de Dios lleva a la destrucción social, porque para de Maistre la moral pública es esencialmente la moral religiosa. Curiosamente, también Rousseau, en la parte final del Contrato social, parecía haber entendido avant la lettre este mensaje: para el hombre, que vive en grupo, la religión es indispensable, porque se trata de una cuestión de emoción interna ligada a la necesidad de exteriorización. Así, después de criticar las religiones y explicar que éstas tienen su origen en la conquista, Rousseau decide crear una religión: “la religión del ciudadano”, cuya finalidad es hacer participar activamente a éste en la política y en la construcción de la sociedad, oponiéndose así a la “religión del sacerdote”, que incita a sus fieles a abstenerse de la política y de las cosas publicas.
Hannah Arendt explicará más tarde que “(....) El error de las corrientes de autoritarismo político es pensar que la autoridad puede sobrevivir al declive de la religión institucional y a la ruptura con la continuidad de la tradición...[4]”. Como vemos, el punto de debate continúa siendo el riesgo que implica para la política hacer una ruptura con la tradición. De Maistre se colocará en un extremo, luchando a favor del mantenimiento de la tradición y apelando a una guerra contra los revolucionarios. Para él, la guerra es un acto normal, presente en todos los momentos de la política. Pero esta guerra, según él, es una guerra entre la filosofía y el cristianismo. “Hay en la revolución francesa un carácter satánico que la distingue de todo cuanto se ha visto y quizá de cuanto se verá.” (“Il y a dans la révolution française, un caractère satanique que la distingue de tout ce qu’on a vu, et peut-être de tout ce qu’on verra.” (de Maistre 1829, V, 71). En la línea de la definición del régimen despótico en Montesquieu, de Maistre piensa que el régimen despótico de los revolucionarios está luchando contra sí mismo y contra el futuro y que, de hecho, está destruyendo el futuro, al tener el terror como su fundamento político.

Por su parte, Tocqueville rechazará esta visión, que presenta a la Iglesia como víctima del poder de los revolucionarios. Él piensa que los ataques contra la Iglesia estaban ligados más a su figura e influencia políticas y no a su desarrollo espiritual. Y explica también que estos ataques no venían del poder político de los revolucionarios, sino de los filósofos, que hacían a la Iglesia y a su corrupción responsable de “todos” los males de Francia. Tocqueville no cree que una sociedad democrática pueda ser antirreligiosa u hostil a la religión, porque, según él, el cristianismo y el catolicismo son compatibles con las sociedades democráticas[5].
En relación a la violencia y la guerra, de Maistre tiene una visión muy extraña: reconoce que las guerras suelen frenar el desarrollo y el progreso, pero también que hay guerras necesarias y que la guerra contra los revolucionarios es una de ellas. De Maistre como católico, creía en gran medida en la Providencia; por eso, no dudaba de que la contrarrevolución terminaría ganando la guerra contra los revolucionarios.
En la línea de Burke, rechaza la concepción de los derechos del hombre proclamada por los revolucionarios. Y afirma que los derechos son consecuencia de las circunstancias y que los hombres mismos, en sí, son el resultado de circunstancias, (de Maistre 1829, VI, 87). Así, sólo el soberano tiene derecho, los demás tienen obligación de obediencia. Para él, no se puede hablar de los derechos del hombre en un ambiente donde es la revolución la que conduce a los hombres, y no al contrario. Los revolucionarios ya no pueden decir que controlan la situación, porque según él, cada vez que intentan enseñorearse de ella, se ven incapaces de hacerlo. La consecuencia, según de Maistre, es que ellos destruirán los principios básicos de la política y de la buena convivencia social. Tocqueville compartirá esta visión en estas líneas:

“Cuando se ve a la Revolución trastornar a la vez todas las instituciones y todos los usos que hasta ahora habían mantenido una jerarquía en la sociedad y retenido a los hombres bajo una regla, cabe conjeturar que su resultado será la destrucción, no sólo de un orden particular de sociedad, sino de toda ordenación ; no de tal o cual gobierno, sino del poder social mismo, de modo que no cabría entonces sino juzgar que su naturaleza es esencialmente la anarquía. Y sin embargo, me atrevo a decir que ello no sería todavía sino apariencia.”
(Quant on vit la Révolution renverser à la fois toutes les institutions et tous les usages qui avaient jusque-là maintenu une hiérarchie dans la société et retenu les hommes dans la règle, on put croire que son résultat serait de détruire non pas seulement un ordre particulier de société, mais tout ordre; non tel gouvernement, mais la puissance sociale elle-même ; et l'on dut juger que son naturel était essentiellement anarchique. Et pourtant, j'ose dire que ce n'était encore là qu'une apparence”). (Tocqueville, I, 38).

El hecho de que la revolución haya vaciado el espíritu humano de todas las reglas sobre las que se apoyaban el respeto y obediencia, también ayudó según Tocqueville, a producir la anarquía, un rasgo característico de la revolución y, en consecuencia, una pérdida del control eficiente del poder sin tener que recurrir a la violencia sistemática de los derechos del hombre que ella decía defender. También para de Maistre es obvio que Robespierre nunca había querido establecer un régimen de terror, sino que ha sido él el llevado al terror por las circunstancias de la revolución. Por eso, la solución tiene que ser acorde con las circunstancias, esto es, política. Y naturalmente, la política, para él, es la cumplimentación del orden preestablecido: respetar la tradición y su movimiento histórico.

[1] (…) Une rédactión du pacte social n’a de sens. L’art de réformer ne reside pás dans le renversement total des institutions pour ensuite les reconstruire sur des thérories abstraites et idéales, mais, au contraire, dans celui de les rattacher à des principes internes et cachés qu’ils faut découvrir dans l’histoire”.
[2] Jean Jacques Rousseau, “Du contrat Social ou príncipes du droit politique”, (Rousseau). Texto digitalizado. Edición de 1762, Archives de la société Jean-Jacques Rousseau, Genève. (Libro I, II).


[3] Joseph de Maistre, Considération sur la France, (de Maistre). Edición electrónica. Chez Rusand, Libraire, imremeur du Rol. Lyon 1829 (I, 1).
[4] “Sem a sanção da crença religiosa, nem a autoridade nem a tradição continuam seguras. Sem o apoio dos instrumentos tradicionais de interpretação e de juízo, tanto a religião como a autoridade começam a vacilar. É um erro das correntes autoritárias do pensamento político crerem que a autoridade pode sobreviver ao declínio da religião institucional e à ruptura com a continuidade da tradição”. Hannah Arendt, A promessa da política, (Arendt). Tr. Miguel Serras Pereira. Revisión de texto Michelle Nobre Dias. Edición Antropos, Lisboa 2007. pp. 10-166 (48).
[5] “Une des premières démarches de la révolution française a été de s'attaquer à l'Église, et parmi les passions qui sont nées de cette révolution, la première allumée et la dernière éteinte a été la passion irréligieuse. Alors même que l'enthousiasme de la liberté s'était évanoui, après qu'on s'était réduit à acheter la tranquillité au prix de la servitude, on restait révolté contre l'autorité religieuse. Napoléon, qui avait pu vaincre le génie libéral de la révolution française, fit d'inutiles efforts pour dompter son génie antichrétien, et, de notre temps même, nous avons vu des hommes qui croyaient racheter leur servilité envers les moindres agents du pouvoir politique par leur insolence envers Dieu, et qui, tandis qu'ils abandonnaient tout ce qu'il y avait de plus libre, de plus noble et de plus fier dans les doctrines de la Révolution, se flattaient encore de rester fidèles à son esprit en restant indévots.
Et pourtant il est facile aujourd'hui de se convaincre que la guerre aux religions n'était qu'un incident de cette grande révolution, un trait saillant et pourtant fugitif de sa physionomie, un produit passager des idées, des passions, des faits particuliers qui l'ont précédée et préparée, et non son génie propre.
On considère avec raison la philosophie du XVIIIe siècle comme une des causes principales de la Révolution, et il est bien vrai que cette philosophie est profondément irréligieuse. Mais il faut remarquer en elle avec soin deux parts, qui sont tout à la fois distinctes et séparables.
Dans l'une se trouvent toutes les opinions nouvelles ou rajeunies qui se rapportent à la condition des sociétés et aux principes des lois civiles et politiques, telles, par exemple, que l'égalité naturelle des hommes, l'abolition de tous les privilèges de castes, de classes, de professions, qui en est une conséquence, la souveraineté du peuple, l'omnipotence du pouvoir social, l'uniformité des règles... Toutes ces doctrines ne sont pas seulement les causes de la révolution française, elles forment pour ainsi dire sa substance ; elles sont ce qu'il y a dans ses oeuvres de plus fondamental, de plus durable, de plus vrai, quant au temps.
Dans l'autre partie de leurs doctrines, les philosophes du XVIIIe siècle s'en sont pris avec une sorte de fureur à l'Église; ils ont attaqué son clergé, sa hiérarchie, ses institutions, ses dogmes, et, pour les mieux renverser, ils ont voulu arracher les fondements mêmes du christianisme. Mais cette portion de la philosophie du XVIIIe siècle, ayant pris naissance dans les faits que cette révolution même détruisait, devait peu à peu disparaître avec eux, et se trouver comme ensevelie dans son triomphe. Je n'ajouterai qu'un mot pour achever de me faire comprendre, car je veux reprendre ailleurs ce grand sujet : c'était bien moins comme doctrine religieuse que comme institution politique que le christianisme avait allumé ces furieuses haines ; non parce que les prêtres prétendaient régler les choses de l'autre monde, mais parce qu'ils étaient propriétaires, seigneurs, décimateurs, administrateurs dans celui-ci; non parce que l'Église ne pouvait prendre place dans la société nouvelle qu'on allait fonder, mais parce qu'elle occupait alors la place la plus privilégiée et la plus forte dans cette vieille société qu'il s'agissait de réduire en poudre......Croire que les sociétés démocratiques sont naturellement hostiles à la religion est commettre une grande erreur : rien dans le christianisme, ni même dans le catholicisme, n'est absolument contraire à l'esprit de ces sociétés, et plusieurs choses y sont très favorables. L'expérience de tous les siècles d'ailleurs a fait voir que la racine la plus vivace de l'instinct religieux a toujours été plantée dans le cœur du peuple. Toutes les religions qui ont péri ont eu là leur dernier asile, et il serait bien étrange que les institutions qui tendent à faire prévaloir les idées et les passions du peuple eussent pour effet nécessaire et permanent de pousser l'esprit humain vers l'impiété”. (Tocqueville 1952: I,II, 36-37).

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