“Junto a los canales de Babilonia nos sentamos a llorar con nostalgia de Sión.
¡Cómo cantar un cántico del Señor en tierra extranjera!” (Sal 137 [136], 1).
Hay exilios forzosos, otros voluntarios, como mal menor; algunos son violentos, otros alivian el drama en el que se vive; en ocasiones obedecen a deportaciones públicas, muchas veces son clandestinos. Hay circunstancias en las que supone un verdadero heroísmo, pero también cabe la huída, la cobardía, la deslealtad. Hay exilios injustos, otros son culpables.
Caben tres posibles exilios. Podemos estar exilados de la propia tierra, de nosotros mismos, y de manera subjetiva del amor de Dios. Cuando suceden algunas de estas experiencias, se comprende el grito del salmista: “Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti, si no pongo a Jerusalén en la cumbre de mis alegrías” (Sal 137 [136], 6).
Exilio es vivir sin tierra propia, errante, vagabundo, sin cobijo, ni mirada familiar cercana. Es caminar sin referencia entrañable, sin tú con quien desahogar el alma, ni posibilidad de auxilio, que libere del encerramiento clandestino. Es padecer la lejanía del lugar materno, sin hogar propio, sin futuro cierto, ni estancia estable, con la duda y emergencia permanentes. Ante esta realidad el Evangelio propone la hospitalidad.
En ocasiones se sufre el exilio de uno mismo, efecto que se sigue del ensimismamiento intrascendente, atrapados en la tristeza y esclavos de lo visible, sin el horizonte de la fe. Sensación de agobio, sumergidos en la debilidad, sin encontrar respuesta a las preguntas más existenciales. Es el exilio más doloroso, por la falta de aceptación personal, de reconciliación con la propia historia, sin hospitalidad íntima del ser. Es necesario el perdón.
Hay exilio espiritual, experiencia de desolación, al perder la conciencia de que el Señor concedió la tierra en propiedad y el dominio de los bienes para acrecentar su obra creadora. Es haber olvidado la identidad filial, el ser hijos de Dios. Siempre cabe el regreso.
Propuesta: Es necesario retornar a Sión, enderezar los pies hacia la ciudad santa, reconstruir el santuario, recuperar el altar, rendir el culto debido a Dios, dejar al Espíritu Santo que gima dentro de nosotros y grite, si es preciso: “Abba, Padre”.
Jesucristo, por la gracia del perdón de nuestras rebeldías, restaura nuestro santuario, nos restablece en la tierra de comunión, que es la Iglesia. Nos hace lugar santo. “Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo. Estáis salvados por su gracia” (Ef 2, 4-5).
Reacción: El sobrecogimiento y la gratitud. “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna” (Jn 3, 16).
¡Cómo cantar un cántico del Señor en tierra extranjera!” (Sal 137 [136], 1).
Hay exilios forzosos, otros voluntarios, como mal menor; algunos son violentos, otros alivian el drama en el que se vive; en ocasiones obedecen a deportaciones públicas, muchas veces son clandestinos. Hay circunstancias en las que supone un verdadero heroísmo, pero también cabe la huída, la cobardía, la deslealtad. Hay exilios injustos, otros son culpables.
Caben tres posibles exilios. Podemos estar exilados de la propia tierra, de nosotros mismos, y de manera subjetiva del amor de Dios. Cuando suceden algunas de estas experiencias, se comprende el grito del salmista: “Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti, si no pongo a Jerusalén en la cumbre de mis alegrías” (Sal 137 [136], 6).
Exilio es vivir sin tierra propia, errante, vagabundo, sin cobijo, ni mirada familiar cercana. Es caminar sin referencia entrañable, sin tú con quien desahogar el alma, ni posibilidad de auxilio, que libere del encerramiento clandestino. Es padecer la lejanía del lugar materno, sin hogar propio, sin futuro cierto, ni estancia estable, con la duda y emergencia permanentes. Ante esta realidad el Evangelio propone la hospitalidad.
En ocasiones se sufre el exilio de uno mismo, efecto que se sigue del ensimismamiento intrascendente, atrapados en la tristeza y esclavos de lo visible, sin el horizonte de la fe. Sensación de agobio, sumergidos en la debilidad, sin encontrar respuesta a las preguntas más existenciales. Es el exilio más doloroso, por la falta de aceptación personal, de reconciliación con la propia historia, sin hospitalidad íntima del ser. Es necesario el perdón.
Hay exilio espiritual, experiencia de desolación, al perder la conciencia de que el Señor concedió la tierra en propiedad y el dominio de los bienes para acrecentar su obra creadora. Es haber olvidado la identidad filial, el ser hijos de Dios. Siempre cabe el regreso.
Propuesta: Es necesario retornar a Sión, enderezar los pies hacia la ciudad santa, reconstruir el santuario, recuperar el altar, rendir el culto debido a Dios, dejar al Espíritu Santo que gima dentro de nosotros y grite, si es preciso: “Abba, Padre”.
Jesucristo, por la gracia del perdón de nuestras rebeldías, restaura nuestro santuario, nos restablece en la tierra de comunión, que es la Iglesia. Nos hace lugar santo. “Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo. Estáis salvados por su gracia” (Ef 2, 4-5).
Reacción: El sobrecogimiento y la gratitud. “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna” (Jn 3, 16).
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